Ed Sulliband


martes, 25 de noviembre de 2008

Sigamos iluminando el arte...



EL REGRESO DE LA HOZ

¿Y la muerte?
Nunca llega aunque la espero.
Ya pasaron muchos años,
y yo sigo en este entierro.

Como un péndulo que oscila en el vacío
vuelve al centro de partida.
Y el lamento trae de vuelta sus cenizas
¡Qué dolor seguir con vida!

Necesito de tu néctar
Necesito de tus frutos
Necesito tu influencia
Necesito mi locura
Necesito tu cordura
Necesito respirar.

Te escucho en mis oídos,
Te leo en mis palabras,
Te veo en mis ojos,
Te siento en mi piel,
Te extraño en mi cuerpo.

Versículo quinto de "Las crónicas de un final"

domingo, 16 de noviembre de 2008

La escritora (2ª parte)



Los días seguían transcurriendo, uno tras otro en un eterno derrumbe del tiempo, y yo en mi habitación, tan impasible como ella. No podía dejar de mirarla ni de cuestionarme cosas de ella: ¿Qué escribía? ¿Cuál era su nombre? ¿De donde provenía? ¿Por qué hacía lo que hacía? ¿Hasta cuándo lo haría? ¿Por qué nadie se fijaba en ella tanto como yo? Ninguna de mis preguntas conseguía una respuesta, yo tampoco las buscaba, sólo me limitaba a mirarla… admirarla. Tal vez eso era el amor.

Pronto la pila de hojas escritas había alcanzado el tamaño que tenía cuando los recolectores de basura se llevaron todo. El aborrecimiento que sentía por la gente que se le acercaba se convirtió en un odio despiadado. Ella, tal vez ni sabía que yo existía, pero para mí, aquella misteriosa mujer lo era todo. Estaba obsesionado, y ella seguía escribiendo.

El invierno terminó y los primeros capullos florecieron con la llegada de la primavera. El color de las flores sólo incrementó la belleza de aquel paraje, mi amada seguía allí, escribiendo perpetuamente, rodeada de hojas con sus escrituras, irradiando poesía de sus manos, despertando intriga a quien pasaba cerca de ella, haciendo magia con su pluma.

Mi vida era cada vez más lamentable, pasaba días enteros sin comer y noches en vela sin dormir. Una larga barba me crecía hasta el pecho y ya tenía el cabello enmarañado, mi aspecto era deplorable. En cambio, ella estaba siempre igual de hermosa, como el mismo día en que había llegado, su vestido seguía blanco e inmaculado, su cabello oscuro y brillante. ¿Sólo yo me percataba de la magia a su alrededor?

Las escrituras seguían acumulándose a su alrededor, cómo columnas esculturales de frágil papel. La gente ya no se acercaba a ella, algunos preferían caminar por la vereda de enfrente; otros ya casi no la miraban, lo que era un alivio para mí. Otros la ignoraban por completo, la atmósfera a su alrededor se veía distinta, ¿acaso sólo yo lo notaba?

Las flores continuaron con su danza de renacimiento hasta la llegada del verano, tal vez los campos de las afueras estaban cubiertos de orquídeas, sin embargo a mi no me importaba. Sólo me importaba ella.

La tormenta. Aquella agua malhechora parecía no mojarla. Aquel viento despiadado parecía no despeinarla. Mientras tanto las gotas caían con violencia obnubilándome la visión de mi amada. ¿Qué dirían esas hojas? Esa tarde tendría la respuesta en mis manos, pero la cobardía y el miedo a la desilusión me impidió conocerla. Hasta el día de hoy.

Un astuto vendaval separó un pétalo de aquella flor de palabras, una hoja del montón que se juntaba a los costados de mi mujer. Sagaz voló hacia mí, penetró por mi ventana y se posó sobre mi regazo, mientras ella me miraba desde la plaza, con una hermosa sonrisa. La más hermosa que los ángeles y los demonios podrán demostrar jamás.

Fue entonces que mi cordura me permitió vivir un poco en la locura y escribir este pequeño diario, resumen de lo sucedido en este año, desde que llegó ella a la plaza. Cuando firme al final de estas memorias, lo dejaré para que lo lea quien lo encuentre, y luego leeré aquella hoja que llegó a mí por gracia del viento. Pero antes dejaré algunas últimas palabras.

¿Por qué hice y viví todo esto? Estaba obsesionado, dirán algunos: y si, ¿quién que ama no lo está? Estaba completamente loco, opinarán otros: y si, ¿quién que ama no lo está? No tenía ni una pizca de cordura, afirmarán terceros, a lo que yo les digo: tuve la suerte de perder esa cordura al conocer el amor.

Pues sí, esta es y fue mi manera de amar, es la única que conozco y la única que jamás olvidaré. Dando todo, hasta mi propia voluntad, entregándome por completo a la corriente de este río presuroso que me llevó a conocer los paisajes más hermosos desde mi habitación, sin moverme ni un centímetro, simplemente observándola…
Adiós.
T. S. A.


E.S.P.A.D.A.

jueves, 13 de noviembre de 2008

La escritora (1ª parte)

Llegó a la plaza una mañana fría de otoño, y con su llegada cayó la última hoja del árbol de aquel bello lugar. Vestía un fino y albo vestido de seda, sus rasgos estaban parcialmente ocultos por el cabello plateado que le caía hasta los hombros. Su caminar era cansino y desganado, parecía cargar un gran peso sobre su espalda, mas unos cuantos kilómetros andados. Se sentó en un viejo banco frente a una mesa, al lado crecía un fuerte roble y más allá florecían las más hermosas rosas, en las afueras de la ciudad seguramente, los campos de orquídeas dejaban caer sus pétalos para volver a florecer en primavera. En un brazo llevaba un elegante bolso negro del que sacó un gastado pergamino amarillento, un tintero y una pluma. Allí se quedó.

Nadie (incluyéndome a mí) sabía quien era. Nunca la habían visto por allí ni habían oído hablar de ella. Con el paso de los días el barrió fue inquietándose más y más, y las primeras denuncias llegaron a la policía, pero la plaza era un lugar público y aseguraban que no podían hacer nada si ella no estaba cometiendo ningún ilícito. Después de todo lo único que hacía era escribir.

Cuando la gente se le acercaba, ella no se molestaba en seguirlos con la mirada, cuando alguien le preguntaba algo ella simplemente respondía siempre lo mismo, con la misma voz gutural y encantadora a la vez:

―Estoy escribiendo.

No importaba lo que le preguntaban, la respuesta siempre era la misma, e inmediatamente continuaba con su manuscrito.

Había pasado más de un mes así, la pila de hojas repletas de palabras se acumulaban a un costado de la mesa, y sin embargo seguían saliendo más y más de adentro del bolso. Tampoco la tinta se le acababa, ni su energía, puesto que nunca nadie la había visto dormir.

Yo, desde la ventana de mi habitación la veía día tras día, cada vez más intrigado.

Una tarde, un niño del barrio se le acercó e intentó leer alguna de las palabras que escribía sin cesar, inmediatamente la mujer frenó su actividad, y bruscamente le dio la hoja que ella estaba escribiendo. El niño se sorprendió y la tomó con la mano trémula. Para mí fue emocionante presenciar esto, era la primera vez que la mujer frenaba su escritura en todo ese tiempo. El pequeño, asustado, se alejó con la hoja en su mano y nunca más se supo de él. Sus padres no lo buscaron y nadie nunca preguntó por él. ¿Acaso había sido una ilusión mía? ¿Era posible que nadie se preocupe por su paradero?


El invierno llegó con las primeras lluvias de la temporada y mi intriga era cada vez más enfermiza, ya no salía de mi casa para ver a la misteriosa mujer y casi no me movía de la ventana para no perderla de vista. Lo cierto es que las escrituras ya habían ocupado toda la mesa y gran parte del suelo a su alrededor. Los pocos que se atrevían a tomar alguno de sus escritos no eran vistos nunca más por allí, y nunca nadie más los buscaba ni preguntaba por ellos. Sin embargo, ella seguía sacando hojas de su bolso y seguía escribiendo quién sabe que.

Moría por hablar con ella o por leer algunas de sus palabras, pero a su vez, una extraña sensación me impedía eso. Talvez era miedo, pero también podía ser el respeto a su obra, interrumpirla sería como haber interrumpido a Da Vinci mientras pintaba La Gioconda, o a Miguel Ángel mientras creaba El David, o a Beethoven mientras componía su novena sinfonía… o a Dios durante La Creación. Con el tiempo comencé a aborrecer a la gente que se le acercaba con intenciones de interrumpirla. También pensé en acercarme a ella y alejar a los curiosos, pero talvez mi compañía también la estorbe, y yo no quería eso por nada del mundo.

La observaba durante todo el día y hasta que el sueño me vencía por la noche, luego, la luz del amanecer me despertaba y seguía con mi vigilia. Comía muy poco, pero mucho a diferencia de ella que en ningún momento probaba bocado, bebía lo indispensable y mis necesidades las aguantaba el mayor tiempo posible. Y ella allí seguía, inagotable como la tinta de su tintero, como las hojas de su bolso, como las palabras que formaban sus trazos, como los trazos que formaban sus manos… Como mi obsesión por ella.

Una noche de las tantas en las que yo me desvelaba observándola llegó un camión de la basura y se bajaron dos corpulentos hombres, riendo a carcajadas la insultaron, la maldijeron, y hasta la escupieron; mi rabia incrementó de sobremanera mientras miraba sin poder hacer nada. Ella no se defendió ni dejó de escribir ni un solo segundo, ni siquiera se sobresaltó cuando los hombres tomaron todas las escrituras y las tiraron dentro de camión. Cientos de hojas yacían ahora sin sentido en las oscuras fauces de ese demonio metálico. Todo el trabajo de meses de la mujer había desaparecido en unos pocos segundos. Luego, sin dejar de reír los hombres se marcharon. Yo quedé perplejo, impotente; ella simplemente se limitó a encogerse de hombros, sacar una nueva hoja de su bolso y seguir escribiendo.

continuará...