Ed Sulliband


viernes, 20 de febrero de 2009

Su final no estaba escrito...

Aquel vestíbulo

Segunda parte.


No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo.”

Giacomo Leopardi.

Poeta y erudito italiano.

Un relámpago sagaz iluminó toda la habitación por una fracción de segundo, y tan sólo un instante después el trueno retumbó en todo el interior de la casa, al principio se oyó como un vidrio rompiéndose por un puñetazo, pero luego el abrumador estruendo fue tan tremendo que causó un vacío inmenso en su pecho. Debía salir de aquella casa maldita en ese mismo instante. Buscó con la mirada, en la pared más lejana a él, pasando unos mullidos sillones había una enorme puerta, y en la pared de enfrente había otra, ésta un poco más grande y con un dorado picaporte. Sin dudas esa era la puerta que debía cruzar para abandonar aquel lugar. Se apresuró, tomó el picaporte con mano trémula y lo abrió, frente a él se extendió un pasillo monotamente interminable.

Sin voltear cruzó el umbral al borde del llanto, recorrió todo el pasillo teniendo siempre el mismo oscuro horizonte. Miró hacia atrás y ya no logró visualizar la puerta que había atravesado. Siguió avanzando siempre en camino recto, hasta que después de varios pasos pudo divisar una nueva puerta. La abrió deseando encontrar la salida, anhelando respirar el aire puro y poder mojarse con el agua de la lluvia. Pero no. Frente a él se extendía el mismo vestíbulo de los cuadros, la misma habitación que había abandonado minutos atrás, sólo que ahora él estaba parado en la puerta de enfrente a la que había cruzado. Los mismo cuadros, las mismas imágenes, la misma oscuridad. Miró atrás suyo totalmente desconcertado. Solo vio el pasillo y sombras hambrientas por devorar su cordura. Definitivamente algo no andaba bien.

Comprobó que aún estaba su retrato colgado de la pared, que el piso seguía crujiendo, que las sombras aún no se iban. Tuvo la espantosa sensación de que el día nunca llegaría.

No vio otra alternativa. Nuevamente se internó en el extenso pasillo, lo cruzó corriendo hasta llegar a una puerta totalmente distinta a las que había visto. La abrió y frente a él... el mismo vestíbulo. Estaba desesperado, quería romper en llanto, despertar de aquella pesadilla. Recorrió el mismo pasillo una vez más, consiguiendo el mismo resultado. Se arrodilló y encerró su cabeza entre sus brazos, unas lágrimas cayeron por sus ojos, un lloriqueo de desesperación escapó de sus cuerdas vocales. Cerró con fuerza sus ojos, como si de esa forma haría desaparecer el miedo. El terror le cedió lugar a la ira, se puso de pie y se acercó a los cuadros, comenzó a sacarlos del muro y arrojarlos al suelo, rompiéndolos en varias partes, rasgaba las pinturas con sus dedos como garras feroces de un león, temblaba y lloraba al mismo tiempo, y la oscuridad parecía reírse de él y de esta escena.

Corrió nuevamente hacia el pasillo, lo atravesó de punta a punta, abrió una nueva puerta y encontró el mismo vestíbulo, con los cuadros intactos, como si nada hubiese sucedido. ¿Que era ese lugar? No podía creer lo que estaba viviendo, todo era muy similar a una pesadilla, todo era muy similar a un infierno.

Se acercó a un enorme ventanal y trató de ver hacia afuera, pero la lluvia era tan copiosa y la oscuridad tan espesa que sólo pudo ver su reflejo en los vidrios, un reflejo deshecho y demacrado; su reflejo envejeciendo lentamente, muriendo a cada segundo; su reflejo de ojos profundos, casi huecos, sin vida; su reflejo cadavérico, lleno de terror; su reflejo cargando una pesada mochila llena de pecados. Al ver su rostro comenzó a recordar.

Se vio con mucha claridad en aquel oscuro reflejo. Se vio anciano, agonizando en una cama, completamente solo y escondido de la gente, respirando sus últimas bocanadas de aire, tratando de recordar los momentos más hermosos de su vida. Pero no encontraba esos recuerdos en su mente, sólo veía llanto y sufrimiento ajeno. Se vio doblegado por la invencible muerte, se vio cerrando sus ojos para no abrirlos nunca más, se vio vaciando sus pulmones por última vez, se vio sonreír aún cuando no tenía ningún motivo para hacerlo. Se vio muerto.

Luego, el reflejo fue recobrando la normalidad, nuevamente sólo vio su rostro demacrado con incontables arrugas como surcos en su odiada piel; sus ojos deshumanizados, testigos de miles de quebrantos; sus labios resecos, que habían olvidado el sabor de los besos que se dan por amor. Y detrás de su rostro vio aquel vestíbulo, con los tétricos muebles, con los anaqueles repletos de literatura ilegible, con los cuadros... aquellos cuadros. Y al saberse muerto, y al ver el vestíbulo, comprendió que lo que veía realmente era su infierno personal. Un infierno al que nunca podría encontrarle sentido ni escapar.

Fin.

martes, 3 de febrero de 2009

¿Realmente sabés quien sos?

Aquel vestíbulo

Primera parte.

Aquella vieja casona era como se describían las casas embrujadas en los libros y novelas de terror. Desde los cuadros antiguos de figuras escalofriantes, de ancianos decrépitos, de escenas grotescas; hasta la decoración barroca con una infame mezcla gótica. La pintura nacarada de las paredes se rendía en algunas zonas donde la humedad debería haberla atacado sin piedad durante décadas. Las telas de araña eran tan comunes como el aire viciado en las habitaciones. Las velas que colgaban de los candelabros no llegaban a iluminar todos los rincones, y peor aún, creaban sombras que se confundían con terribles espectros.

El suelo de madera crujía con cada paso, como rogando piedad a quienes lo pisoteaban. Afuera llovía, y el feroz viento azotaba las ventanas haciéndolas chillar de dolor. Las ramas de un árbol golpeaban unas tejas del techo, produciendo un ruido muy inquietante. Toda la casa parecía estar viva, quejándose de los maltratos del resto de las cosas.

Todo le resultaba extrañamente familiar: el aroma a azufre, los ruidos fantasmales, la textura de las paredes, la comodidad de los mullidos almohadones. Sentía mucho miedo, no podía recordar el momento en que ingresó a la casa, sólo sabía que estaba allí. Decidió investigar un poco aquella vasta habitación.

Los muebles estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, prueba clara de que nunca nadie los limpiaba. Había adornos viejos, muñecas de porcelana y decenas de relojes antiguos. Una biblioteca repleta de cientos de libros gastados por el tiempo, con títulos tan extraños como desconocidos e ilegibles. De todos los tamaños, en todos los idiomas. Pero lo más inquietante y perturbador eran los cuadros... aquellos misteriosos cuadros.

Eran una pequeña rendija de luz a los pasados dueños de aquella casona, o al menos eso supuso él. Debajo de cada retrato se tallaba su nombre en la madera del marco. Había personajes que según sus ropas y los colores de la pintura, se remontaban a varios siglos atrás. Todos tenían una inexplicable expresión de terror en el rostro. Los ojos de las pinturas parecían observarlo y juzgarlo, parecían estar enojados con él, por ser libre y no estar encerrado en un marco de madera. Aquellas miradas al oleo con huellas de pinceladas pasadas le devoraban la paz, lo inquietaban de sobremanera, se alimentaban de su esperanza y de su tranquilidad, vorazmente calaban sus huesos y revolvían sus entrañas para debilitarlo, lo trataban de enceguecer y de asfixiarlo. Pero él no se amedrentaría.

Caminó a lo largo de toda la pared en donde colgaban los cuadros, los recorrió con una mirada altanera a uno por uno, como desafiándolos, tratando de disimular el miedo que sentía en aquel lugar, tratando de ignorar ese frío glacial que le castigaba la médula. En ese momento pensó que el resto de la habitación sobraba, los cuadros solos ya bastaban para generar la terrible sensación de desasosiego; las sombras marchitas en los rincones, los muebles antiguos, las muñecas de porcelana y el resto sólo parecían ínfimos guijarros de la imponente montaña de terror.

A simple vista, contó una veintena de cuadros, y todos le causaron la misma sensación de desesperación, pero hubo uno que le generó algo más. Era el de una mujer esbelta, hermosa y de piel morena. El marco rezaba su nombre: Alexanbrella. Se quedó atrapado por la belleza de su figura, obnubilado con sus rojos labios, maravillado con las perfectas curvas que permitía ver el cuadro. La amo desde ese momento. Después de muchos años finalmente volvió a amar. Su cuerpo fue invadido por esa indeseable, pero al mismo tiempo hermosa, sensación de amar a quien nos es imposible poseer.

Sin embargo, su mirada se movió al siguiente cuadro y su estupor se rompió como lo hace una copa al estrellarse con un suelo de roca. Su perturbación fue mayúscula cuando vio a la persona del último cuadro. Se frotó los ojos como si recién despertase de una larga y pesada noche de sueño: el del cuadro era él.

Con la misma ropa que vestía en ese mismo momento, con el mismo gesto de sorpresa. Como un reflejo suyo en un marco pintado con pasteles, pero sin serlo; como un espejo en donde su figura estaba paralizada, pero sin serlo. Cerró y abrió los ojos repetidas veces, con la inútil esperanza de que esa imagen desaparezca, pero no. Él se miró en la pintura antigua, como quien despierta de una pesadilla, pero sin serlo.

Se alejó unos pasos, pero sin quitar los ojos de encima del cuadro, creyendo que al mirar desde unos metros más atrás, la escena tendría una explicación lógica. Todos los sonidos se hicieron más perceptibles; la oscuridad fue más profunda y sus fauces pretendían devorarlo todo; la habitación, más tétrica que minutos atrás, parecía envolverlo con sus muros nacarados; los demás cuadros parecieron mirarlo con aún más severidad y envidia. Tembló a causa del terror.

Continuará...