Ed Sulliband


lunes, 15 de diciembre de 2008

¿Quién podría controlar un sueño?

El arrepentimiento


Ese amanecer había sido algo hermoso, como todo en aquellos paisajes.

Verde el pasto y las colinas. Los caminos de tierra que unían las aldeas parecían sonreír a sus viajantes, recibiendo cada uno de sus pasos con flores, con una alfombra de guijarros y con una suave brisa de verano.

Ya se oían los sonidos de las cítaras y las flautas, el final del verano estaba cerca y algunas hojas ya perdían su color para caer y dar paso a sus sucesoras en la próxima primavera. Ya se oían los coros de los juglares y los aplausos de los niños. Se podía hasta palpar la alegría.

Los colores abundaban en las calles y en las distintas ciudades de aquellas tierras, la música complementaba las bondades. El cielo brillaba con un celeste casi turquesa, algunos cúmulos de nubes salpicaban el firmamento y las aves surcaban el aire dándole el resto de paz que el día necesitaba.

Pero Él, dueño de un sueño todopoderoso, ya había estado en el futuro y sabía que la ambición habría de corromper al corazón, la codicia sabría alimentar a esa ambición, el poder obtenido infamemente gestaría a esa codicia, la violencia querría ayudar a juntar cada vez más poder, el odio traería en sus entrañas a aquella violencia, el mismo odio que había nacido desde la sangre oscura que brindaba ese corazón. Su sueño se vería destruido, se había equivocado en un punto, y debía arreglarlo.

En ese momento, Él simplemente se limitó a cerrar sus ojos y soñar nuevamente. Y en su sueño creo lo que el creyó mejor para su mundo. Lo que Él más había anhelado desde el día en que vio el futuro.

Aunque nadie lo notó el tiempo se fue haciendo cada vez más lento, el espacio se combó y las estrellas se fueron apagando una por una hasta quedar en la oscuridad total. Cada persona en sus dominios, observaron incapaces lo que acontecía. Sólo pudieron ver morir el tiempo, el espacio, su mundo. Mientras los árboles se secaban, sus lágrimas caían, llenas de impotencia, de tristeza, de nostalgia y melancolía. Llenas de frustración.

Sin que nadie lo pueda prever, la oscuridad fue resquebrajándose como un espejo partido por un golpe de puño. Entre las grietas apareció una blancura infinita, opaca y desesperante. La tierra corrió el mismo destino, debajo de los pies de los miles de seres vivos fue desintegrándose la materia. Las casas, las alegres aldeas, los verdes pastizales, las níveas montañas, los fuertes troncos con sus copas, los mares, las canciones, los matices, todo fue invadido por la imparable plaga de desolación. Sólo quedó un paraje blanco, la total ausencia de color, el vacío.

Nacía La Nada, desde su sueño. La Nada, que nunca podría lastimar la belleza de aquel paisaje, de aquella bondad, en donde nunca podrían habitar seres capaces de atormentar la paz. Fue un gran sacrificio el que tuvo que hacer, sin dudas. Pero ahora, acostado en su mullida cama, empezaría a soñar nuevamente, no cometería los mismos errores de antes. Algunos no tendrían una segunda oportunidad.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La cuarta noche (un final feliz)

―Te amo. Nunca te voy a faltar.

Esas eran palabras que salían de su boca con el mismo amor con el que vivía por y para ella. Eran ciertas, sin dudas.

―Te amo. Nunca te voy a faltar era tan distinto cuando esas palabras salían de su boca y sabía que nunca llegarían a su corazón. Tan distinto cuando él decía esas palabras para excusarse de algo que no tenía porque excusarse.

―Te amo. Nunca te voy a faltar.

Finalmente esas palabras se convirtieron en algo absurdo, algo devastador, algo fatal, se convirtieron en una costumbre. Se volvieron rutina, como cada uno de sus actos, como su sexo, como su amor, como su odio.

Ella lloraba cada día más, y por motivos cada vez más ilógicos... ilógicos para él. Él ya no lloraba, sus ojos ya estaban secos, todas sus lágrimas estaban perdidas en la inmensidad del océano, mientras que su fe moría bajo tierra, asfixiada, apabullada, desesperanzada, triste.

Las alarmas comenzaron a sonar. Aún no llegaba su otoño, el verano seguía siendo cálido para ellos, pero las alarmas sonaban. Aún se podían contar algunas pocas estrellas en el cielo, porque aún brillaban, no porque ellos se preocupen en buscarlas. Las alarmas sonaban, aturdían. Aturdieron.

El tiempo pasaba. Ella lloraba, lo necesitaba ¿Lo necesitaba? Se amaban, seguro que se amaban. Ella lo reclamaba. Él no estaba. El tiempo pasó.

―Te amo. Nunca te voy a faltar.

Esas palabras se fueron olvidando, fueron arrastradas por los relojes, y convirtiéndose en un mero recuerdo, se quedaron en labios ajenos. Ya ni siquiera eran una costumbre. Se volvieron la nostálgica canción de un trovador que ya nadie quería escuchar.

La primera noche se acostaron. Sus cuerpos, aún tibios, estaban uno al lado del otro. Se miraron como antes, sus ojos transmitían amor, como lo hicieron sus caricias durante tantos años, como lo hacían esa noche. Se fundieron en un sólo sentimiento. Sus besos sabían distinto ya, ambos lo notaban. Sus cuerpos aún guardaban las formas con la que cada uno lo había moldeado al otro. Sus corazones latieron como antes. Se amaron, se desearon, se tuvieron. Los dos sabían que esa era una despedida, que sus bocas nunca más se sonreirían; que sus labios nunca más se besarían; que sus brazos ya no se abrazarían; que sus ojos jamás se volverían a mirar con esa pasión, jamás se volverían a sentir con ese amor; que su piel nunca más volvería a rozarse; que sus manos nunca más volverían a sujetarse. Se despidieron como se lo merecían. Él no quiso saber sus últimas palabras, las rechazó, le negó a ella la oportunidad de recuperar el amor que se ahogaba en lo más profundo del río.

La segunda noche él se exorcizó de su dolor. Se despidió de ella, sin estar a su lado. Cuando la música arrasaba la ciudad como un maremoto. Cuando las musas incendiaban su corazón. Cuando caminó solo por el mismo sendero que antaño lo había recorrido con ella, sujetados de la mano, sonriendo, siendo felices juntos, sin escuchar el tremendo ruido de las alarmas. Cuando el vaso calló de su mano y volcó su contenido, sin que nadie le preste del suyo. Cuando una melancólica lluvia caía sobre la tierra ya mojada, y disimulaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas, unas lágrimas que hacía mucho que no desprendía. Miro al cielo, sonrió mientras lloraba, la despidió para siempre en la vorágine de luces. Esta era su manera de decirle adiós, una manera que ella nunca sabría, un adiós que ella nunca recibiría.

La tercera noche escribió un poema, pero nunca nadie lo leería, porque nadie le encontraría el sentido que tiene para él; porque nadie sentiría en aquellas palabras su tristeza, su decepción; porque no había forma de expresar los años de amor que habían vivido, y que terminaban como si nada. Ni siquiera él lo leería, porque de hacerlo, sus lágrimas serían insostenibles, su tristeza lo obligaría a lamentarse hasta el fin de sus días.

Una bifurcación finalmente separó sus caminos. Él se fue mirando los árboles crecer, disfrutando de la paz del bosque. Ella sonrió de cara al sol.

―Adiós se dijeron sin mirarse nunca más.

―Te amo pensaron ambos, cada uno por su camino.





Firma:
Este fue mi último aporte para este espacio. Abandono el cuerpo y la mente de este desgraciado joven, abandono su vida y lo dejo libre de mi tortura.
Amor, es lo único que vale la pena, quien lo tiene podrá ser feliz, quien lo pierda conocerá lo que es el verdadero dolor, como me sucedió a mi cuando estaba con vida.
No se nieguen al amor. Nunca...
Adiós.

Sir Alrac III