Ed Sulliband


viernes, 21 de agosto de 2009

¿Te atreverías?

En tu espalda

Te había visto despertar cuando aún el sol no había salido. Las estrellas todavía brillaban y los espectros aún recorrían la noche, y tú abrías tus ojos con alguna dificultad, como queriendo no hacerlo, dejándolos apenas entreabiertos para que tu retina se acostumbre a la oscuridad. Era la misma hora de siempre, nunca me fallabas.

Te observaba desde mi rincón, no quería hacer ningún ruido para no alarmarte. Te veías bien ahí acostada, tu pecho se movía al compás de tu respirar, deseaba seguir disfrutando de ese paisaje algún tiempo más, pero giraste. Quisiste taparte con las sábanas pero yo sabía que no podrías volver a dormir. Pudiste sentir ese terrible aroma a azufre que siempre inundaba tu habitación a esa hora. Me acerqué apenas unos centímetros a tu lecho y un escalofrío recorrió todo tu cuerpo, casi pude sentir tu piel erizada. Hoy sería el día, mi día.

Renegaste porque aún faltaban algunas horas para el amanecer y no podías volver a dormirte. Te sentaste en la cama, mirando al rincón oscuro en donde yo me escondía, pero no sabías lo que veías. Sentiste un frío recorrer toda tu espina dorsal, lo se, todos sienten lo mismo al mirarme.

Te pusiste de pie, y lentamente diste un paso hasta la puerta, yo te seguí, luego diste otro y luego otro más, yo estaba pegado a tu espalda, casi podía rozarte, pero todavía no era el momento. Tenías miedo, mucho miedo, sabías que algo anormal había en el aire. Sentías terror de abrir la puerta, y eso era entendible. La abriste con un brusco empujón, como queriendo espantar a alguien o a algo que esté acechando detrás de la puerta, y por sobre tu hombro pude ver aquel oscuro pasillo que llevaba a las otras habitaciones de tu casa. Debería ser abrumador recibir esa imagen a esa hora, con el terror carcomiéndote los huesos.

Respirabas agitada, sentías que te faltaba el aire y que un calor calcinante se apoderaba de tu pecho, sentías la sangre agolparse en tus sienes. Por un lado querías caminar más rápido, para alejarte de la oscuridad a la que le estabas dando la espalda; y por otro lado querías avanzar lenta y sigilosamente, para tratar de prevenir cualquier embestida de la oscuridad que tenías por delante. Llegaste a la primera puerta, la de los huéspedes, creíste oír un ruido adentro, temblaste, fue cuando tu pecho pareció arder en llamas. Estabas al borde del llanto, pero sabías que no serviría de nada llorar.

Escuchabas un sonido pero no sabías con seguridad de donde venía. Agudizaste el oído y distinguiste una risa de niño pequeño, tan inocente y perturbador como eso, tan ínfimo y espeluznante. Temías lo peor ¿Qué sería lo peor? La oscuridad te seguía y te daba la bienvenida a cada paso. Yo estaba muy ansioso por la llegada de mi momento.

Casi podía respirar tu terror. El frío fue aumentando y tú te estremeciste al notarlo. Llegaste a la puerta del baño, la risa infantil se escuchaba con más claridad allí. Recordaste que adentro estaba el espejo que tu madre había comprado, nunca te había gustado. Miraste a ambos lados antes de abrir la puerta, temías que al hacerlo alguna silueta oscura aparezca por el recodo del pasillo y se te abalance. Pero eso no sucedió, y yo me froté las manos a tus espaldas, mi momento estaba muy cerca.

Al abrir la puerta, la risa se detuvo instantáneamente. Entraste y yo te seguí, la oscuridad era total, pero tus ojos ya se habían acostumbrado a la del resto de la casa. Recorriste la pared con tu mano, buscando el interruptor de la luz, lo encontraste, pero claro, no encendió. Yo me había encargado de preparar todo el escenario para que tú actúes en mi pequeña obra. Te acercaste a la cortina de la bañera esquivando el espejo, no querías mirarlo por nada del mundo, pero sabías que tendrías que hacerlo en algún momento. Yo esperé. La blanca cortina hacía un ruido muy extraño al correrla, sabías que se te erizaría la piel al hacerlo, pero eso no te detuvo. Tus manos temblaban cada vez más, tu ondulado cabello negro acarició uno de tus hombros y te sobresaltaste pensando que era la caricia de un espectro. Verificaste que en la bañera no había nada. Casi dejo escapar una carcajada de felicidad al sentir tan cercano mi momento.

Te volteaste y un nuevo escalofrío recorrió tu cuerpo al saber que deberías ver aquel espejo. De a poco te fuiste asomando en su reflejo. Yo me preparé. Primero apareció tu ojo izquierdo, aquel que solías guiñar en complicidad con alguien. A esta altura el terror había envenenado cada gota de sangre de tu cuerpo. Todo tu rostro apareció en el espejo y te paralizaste inmediatamente. Detrás tuyo estaba yo, pudiste ver mi inexplicable rostro, y el tuyo palideció como una mortaja. El gesto de horror que se dibujó en tu semblante demostró a la perfección lo que sentías. Toqué tu hombro, tu fuerza te abandonó, quedaste asfixiada por el miedo, caíste al suelo y...

...Despertaste, sobresaltada, agitada y con un sudor frío pegado a toda tu tersa y morena piel. Había sido una horrible pesadilla... pero aún el sol no había salido y yo aún te observaba desde aquel rincón oscuro, tan real como la noche, como tu miedo, como el escalofrío que estabas a punto de sentir; tan real como mi momento, que llegaría tarde o temprano.


domingo, 26 de julio de 2009

El árbol de las almas. Partes V y VI

El árbol de las almas.

V

No había tanta gente en el claro ya que la noche los había reunido en sus casas, sin embargo algunos deleitaban sus ojos con las flores del árbol y otros se fijaban que nadie se atreva a tocarlo. Sin embargo a ella no le importó, esa gente no valía la pena. Allí adorando a esa semilla del demonio, totalmente idiotizados por su belleza y majestuosidad. Se agachó y apoyó la antorcha a su lado, sacó una flor celeste de sus ropas y la miró con cierto recelo. Era exactamente igual a las que crecían en la copa del árbol. Con gesto adusto la arrojó a la llama y esta ardió con más intensidad pero tornándose de un color azul vibrante. Fue en ese momento cuando algunos de los allí presentes se percataron de su presencia y comenzaron a mirarla con cierto desprecio y temor.

¿Qué intentas hacer? ―le preguntó el encargado de la custodia del lugar.

Acabar con todo esto de una buena vez ―respondió sin quitar los ojos del fuego. Su voz sonó lúgubre y áspera, raspando con violencia sus cuerdas vocales en su camino, como si ésta saliera de su garganta por primera vez en muchos años.

Se puso de pie y alzó la antorcha por sobre su cabeza, la copa del árbol crujió y unos tremendos y sobrenaturales escorpiones descendieron por el tronco. Los allí presentes corrieron despavoridos temiendo que los alacranes los ataquen a ellos, pero aquellas criaturas habían despertado sólo por la anciana.

¿Qué estás haciendo, imbécil? ―le espetó el mismo guardia, pero la anciana no respondió y avanzó hacia el árbol.

Todos abandonaron el lugar y aquella escena pareció paralizarse en el tiempo. Allí estaba ella alzando la antorcha, con el viento alborotándole el ya desordenado cabello, parada de frente y mirando fijo a aquel árbol, tan vivo como ella, tan despiadado y tan orgulloso como los seres humanos; y entre medio de ellos un centenar de escorpiones dispuestos a aniquilarla, sin embargo ella también estaba dispuesta a dar pelea.

Una nueva y aún más tremenda ráfaga de viento hizo tambalear al resto del bosque, y sus árboles amenazaron con desprenderse de sus raíces y volar hacia otros rumbos, pero el fuego de la antorcha no cesó, y una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la anciana. Ambos estaban librando una feroz batalla, ambos sabían que uno de los dos moriría esa noche. La anciana sabía que tenía una ventaja sobre aquel árbol que tanto la había atormentado, y podía ver el terror entre sus ramas. Los alacranes continuaron saliendo hasta que ocuparon todo el claro y solo quedó una pequeña porción de tierra donde ella pudo quedarse en pie.

¿Me recuerdas? ¡Viví casi doscientos años para encontrar la forma de exterminarte! ―gritó la anciana a través de la incesante ventolera―. La única flor que fue arrancada de tus propias ramas me dio la inmortalidad para conseguir lo que esta noche vengo a lograr. ―Sabía que él árbol podía oírla y entender todo lo que ella decía. ―Te llevaste a mi pequeño amigo y a mis padres, y no conforme con esto me otorgaste una tortura de muchas décadas de sufrimiento ―recitó formando un arco con la antorcha para mantener a raya a los escorpiones que sabían su destino si tocaban ese fuego azulado. El árbol pareció responderle con un fuerte crujido de sus inmensas ramas, algunas de sus raíces crecieron y salieron sobre la tierra como tentáculos de algún monstruo subterráneo. ―Ahora la flor no existe, pero sus restos forman parte de esta flama que acabará con tu existencia.

»Puedo sentir tu miedo ―continuó luego de tomar aire y fruncir su entrecejo―, se que sabes a lo que te enfrentas. ―Dio un paso hacia adelante y los escorpiones retrocedieron temerosos del azulado fuego de su antorcha. ―¡Bastarda semilla del demonio! ―bramó mientras avanzaba un nuevo paso. Uno de los alacranes se abalanzó sobre ella pero el simple calor de la antorcha lo hizo desvanecerse.

El tiempo pareció avanzar muy lentamente al compás de sus pasos, el viento despiadado siguió soplando con más violencia. Los crujidos de la madera se arremolinaban en su cuerpo, y a medida que avanzaba blandiendo la antorcha en llamas, los escorpiones se desvanecían al contacto del calor. La anciana siguió avanzando, y cuando estaba a unos pocos pasos del tronco, el viento amainó por completo y los alacranes dejaron de estremecerse, simplemente se apresuraron y se escondieron nuevamente en la copa del árbol.

Te das por vencido, ¿no es cierto? ―la calma se apoderó de todo, ni siquiera soplaba una gota de viento y ningún ruido se escuchó en la noche. ―Creo que entonces comprendes lo que debo hacer.

Aguardó unos segundos, como si aquel silencio fuese la respuesta del bosque, como si fuesen las últimas palabras de aquel árbol. Luego acercó la llama de la antorcha al pie del tronco y comenzó a arder con aquel fuego azul, las grandes flores amarillas también ardieron, y la corteza de aquel ser comenzó a formar parte del olvido. La anciana retrocedió sin dejar de mirar hacia adelante. Cuando las flamas alcanzaron la copa se pudieron oír cientos de gritos desgarradores, y acto seguido un centenar de figuras fantasmagóricas volaron hacia el cielo como esclavos liberados después de años de cautiverio y tortura. Entre aquellas almas, Ériga pudo reconocer a sus padres y a su amigo Gid, que le sonrieron y se alejaron hacia el nocturno firmamento.


VI

Varios días tardó en consumirse aquel fuego mágico, y cuando sucedió, Ériga se acercó nuevamente y se recostó sobre las cenizas, allí sonrió y cerró sus ojos. Su inmortalidad había nacido con la flor que Gid le había regalado, pero se había ido cuando ésta ardió en la antorcha. Ahora también se iba su vida, sobre ese manto de cenizas que tan sólo unos días atrás era un majestuoso e imponente árbol.

La anciana murió y nadie la lloró. Y en ese atardecer, un fuerte vendaval atravesó el bosque y voló las cenizas hacia otros páramos, donde se posaron y se convirtieron en semillas de nuevos árboles que crecerían fuertes, hermosos y monumentales, destinados a absorber las almas humanas que los toquen, proveedores de flores dadoras de inmortalidad, alojamiento de terribles y despiadados escorpiones que vigilarían que esté siempre en flor. Serían decenas de aquellos árboles diseminados por el mundo, y que lo único que querrían sería defenderse de las orgullosas garras de los hombres.


FIN


Dedicado a la niña Romina, tres días menor que yo...

jueves, 23 de julio de 2009

El árbol de las almas. IV.

El árbol de las almas.

IV

En los días siguientes a la expedición de los difuntos hombres, cuando las esperanzas de su regreso ya habían perecido, se decidió poner un puesto de vigilancia en el claro del bosque para que nadie más se acerque a aquel árbol. Los primeros responsables de la guardia tuvieron que ser obligados a cumplirla, ya que existía tanto miedo de acercarse a aquel lugar que nadie quería cumplir esa función.

El paso de los años fue consumiendo la cordura de August, los hechos que había presenciado fueron suficientes como para enloquecerlo, y un día abandonó el pueblo y nunca más se lo vio por allí. Para aquel entonces, Ériga ya era una joven hermosa y que podía valerse por sí misma, sin embargo seguía sin hablar con el resto de la gente. Siempre llevaba un aspecto desalineado y el cabello alborotado. Pero los años, al igual que los demás habitantes del pueblo, también se olvidaron de ella, y nunca más se la vio por allí.

Así pasaron los años, y con el tiempo, como la gente vio que el árbol no hacía daño a los que simplemente custodiaban el lugar, los siguientes guardias fueron voluntarios. Sin embargo, las historias terroríficas del árbol seguían pasando de boca en boca y los hechos funestos de aquellos años pasados fueron conocidos por todos en el pueblo y en las ciudades vecinas.

Los años se convirtieron en décadas, y el árbol pasó a convertirse en un símbolo de aquel pueblo lindante con el bosque. Hasta tal punto que los testamentos de los muertos pedían que sus restos fueran dejados al pie del árbol para que sean absorbidos por éste. Y así resultaba, su magia nunca moría y, cuando no eran los fallecidos quienes pasaban a formar parte de su corteza, eran los imbéciles que sin prestar atención a las advertencias se acercaban demasiado y eran consumidos por su madera; o los rebeldes y autoproclamados aventureros, no menos incautos que los anteriores, también terminaban con el mismo destino. Muchos rumores se habían corrido de que al tocar el árbol la alegría que se sentía era incomparable con cualquier otro momento de la existencia de un ser vivo, y eso los acercaba a aquel lugar.

Así pasaron las generaciones, y la historia del árbol siguió formando parte del folclore de aquel pueblo. Ya pocos le temían, y hasta se levantaban algunos campamentos en aquel claro, por no mencionar las pocas cabañas que se habían construido para que vivieran los guardias y sus familias. Aunque también estaban los precavidos que decían que no era nada bueno confiarse de esa manera, ese árbol era obra de algún demonio y nunca había sido, ni jamás sería nada bueno.

Lo cierto es que la gente seguía acercándose al árbol, y cuando alguno lo tocaba sin querer o queriendo, éste lo absorbía sin dar oportunidad a ninguna pelea. Los escorpiones no volvieron a aparecer, porque nunca nadie más se atrevió a mostrar amenaza alguna hacia el árbol. Desde su descubrimiento, la vida en aquel pequeño pueblo cambió por completo, la gente de todos los rincones del mundo se acercaban para ver su magnanimidad, la belleza de sus flores y, por qué no, para comprobar lo que decían las leyendas. De esa forma las flores en su copa seguían creciendo, del más hermoso de los celestes y rosas, y sus ramas seguían extendiéndose, seguían elevándose, sin importar la estación del año, no existía otoño que pudiese con su crecimiento, ninguna hoja caía de sus ramas y siempre conservaban su esmerilado color. Ni el más fuerte de los vientos lo hacía doblegar. No, nada de eso sería lo que acabe con aquella maldición.

Así fue durante casi dos centurias, hasta que un atardecer, cuando el sol del primer día de la primavera se ocultaba en el firmamento y las flores de los campos comenzaban a nacer, una anciana un tanto extraña y solitaria llegó al pueblo. En su mano llevaba una pequeña antorcha con la que alumbró los rincones del bosque en el que se internó totalmente decidida. Mantuvo los ojos bien abiertos, con el brillo del fuego reflejándose en sus pupilas. Caminó a paso firme, sin prestar atención a las miradas recelosas de quienes la veían pasar, estaba decidida a acabar con la maldición que había causado tanto daño.

Continuará...

viernes, 17 de julio de 2009

El árbol de las almas. III

El árbol de las almas.

Parte III

Nadie en el pueblo osó cuestionar las palabras de August. Aunque no hubiesen sido necesarios, los detalles que narró bastaron para dejar perplejos a todos, y no eran necesarios porque el sufrimiento que él afrontaba después de haber perdido un hijo y haber visto como dos personas mayores eran exterminadas por aquel árbol era más que suficiente. Por otro lado, la niña no volvió a hablar, el terror que sintió aquel día la enmudeció para siempre. August se hizo cargo de ella, y la cuidó como si se tratase de su propia hija.

Desde aquel día se prohibió la entrada al bosque a cualquier persona. A su alrededor crecían las historias terroríficas del árbol, de su desconocido origen y de sus escorpiones que lo protegían frente al peligro. Por muchos meses se pudo mantener a la gente aislada con las advertencias, pero de a poco el malestar de la gente fue en aumento, el orgullo del humano era estúpidamente enorme. Unos hombres del pueblo con pocas neuronas creyeron que encendiendo antorchas e internándose en el bosque se convertirían en héroes por incinerar el árbol. Ninguno escuchó las advertencias de August ni prestó atención al llanto de la solitaria Ériga. Se internaron cuando el sol caía y las antorchas ardían.

Llegaron al claro del bosque cuando la oscuridad era total y la única luz era la de las antorchas. Eran unos diez hombres, sólo armados con sus antorchas y algunas espadas viejas y oxidadas. El árbol se alzaba con todo su esplendor, como un rey en su trono, con su paisaje de colores en la noche, con sus fuertes ramas, con las gigantes flores amarillas a sus pies, con las almas absorbidas en su interior. Los testarudos hombres se separaron y lo rodearon, y a la orden de quien era el líder de la expedición comenzaron a avanzar hacia el árbol. Sin embargo no lograron dar más de tres pasos cuando un crujido se escuchó desde su copa y uno tras otro fueron apareciendo aquellos enormes escorpiones de los que August los había advertido. Los hombres, antes valerosos y pedantes, ahora temblaban como una fina hoja contra un viento feroz. Los artrópodos no esperaron ni preguntaron, parecían conocer la intención de aquel grupo y se lanzaron sobre ellos. Los desdichados apenas pudieron defenderse, ya que por cada pequeño monstruo que eliminaban, aparecían tres más desde las ramas. Ninguno de los hombres sobrevivió, el árbol los absorbió a todos y unas cuantas flores nacieron en su copa a cambio de ellos.


Continuará...

lunes, 13 de julio de 2009

El árbol de las almas. II


El árbol de las almas.

Parte II.

Una brisa sopló en el bosque, y el sol que descendía coronó a los árboles con su ígneo fulgor antes de darle paso a la noche. El cielo iba tomando un tono violáceo con mezcla de rosado, mientras que las primeras estrellas aparecían en el firmamento. Pasaron unos cuantos minutos en los que pareció que el tiempo sólo se ocupaba en atardecer al día, pero fue en la cima de la noche cuando se oyó un crujido de uno de los arbustos y el filo de un machete cortó una firme enredadera.

¡Te digo que es por aquí! ―la voz de una niña parecía rogar por un poco de crédito―. ¡Allí, allí es!

Un hombre robusto se abrió paso entre los arbustos y observó asombrado al árbol que seguía firme en su lugar. Ériga apareció tras el hombre, acompañada por una mujer de aspecto frágil y otro hombre que parecía estar muy preocupado.

Aquí fue, papá ―explicó la niña―. Este es el árbol que se llevó a Gid.

Unas lágrimas secas manchaban sus rosadas mejillas. Su anteriormente inmaculado vestido blanco ahora presentaba algunas rasgaduras y firmes manchas de tierra seca. En sus pequeños brazos tenía algunos raspones y lastimaduras producidas seguramente por la espesura del bosque.

No puede ser, hija ―sentenció el hombre blandiendo el machete, pero lo cierto era que a él también le parecía que ese árbol tenía algo muy extraño―. Gid debe estar escondido por aquí, te debe haber hecho una broma.

¡Gid! ―gritó el otro hombre llamando a su hijo.

Cálmate, August, lo encontraremos ―lo trató de calmar la mujer mientras agudizaba su mirada en la profunda oscuridad del bosque.

Algunas lechuzas pulularon y todos comenzaron a buscar al niño por los alrededores del claro, sin escuchar las explicaciones de la niña, ni sus advertencias.

Lo más probable es que ya haya vuelto al pueblo ―repuso la mujer acercándose al árbol y pasando por arriba de una de las grandes flores del suelo.

Mamá, no te acerques mucho, es muy peligroso ―le rogó Ériga.

Basta ya, hija ―la recriminó su padre mientras buscaba por los límites del claro―, es sólo un árbol. No ayudas en nada con tus historias.

Mamá, por favor, no toques ese tronco ―le rogó la niña nuevamente, ignorando las palabras de su padre y dejando escapar unas lágrimas de sus ojos mientras veía que su madre se acercaba cada vez más al árbol.

¡Basta, Ériga! ―le gritó ella―. ¡No me pasará nada!

Pero eso mismo le había dicho Gid, y ya era demasiado tarde como para hacérselo saber a su madre. Una de sus manos se apoyó sobre la corteza del árbol e inmediatamente su pecho se hinchó de alegría. Una sonrisa se dibujó en su rostro y la hermosa sensación la hizo posar la otra mano también en la mágica madera.

¡No, mamá! ―chilló la niña y se lanzó sobre ella.

Llorando tironeó de su ropa para despegarla pero ya no podría hacer nada. La felicidad de la mujer fue en aumento y cada vez se fue pegando más a aquel árbol que nunca la dejaría ir. Su marido vio esta escena y supo que algo andaba muy mal, la piel de su esposa se fue tornando del color de la corteza, él enarboló su machete y se lanzó sobre el árbol para golpearlo. Lo que sucedió fue muy rápido.

August tomó a la niña y la apartó del lugar, protegiéndola con sus brazos justo en el momento en que una veintena de escorpiones del tamaño de pequeños perros salían de entre las ramas de la enorme copa. El padre de la niña no notó esto y siguió golpeando el tronco frenéticamente con el machete tratando de salvar a su esposa que ya casi había sido absorbida por completo por el árbol. Los escorpiones clavaron sus aguijones en el aterrado hombre que dejó caer el arma al instante. Ériga gritó desesperádamente y August no podía dar crédito a lo que sus ojos veían, aferró con fuer­za a la niña y se quedó paralizado viendo la terrible escena. Los paranormales artrópodos cubrieron por completo el cuerpo del padre de la niña y lo arrastraron hasta el árbol que lo absorbió en pocos segundos, luego se retiraron nuevamente al interior de la frondosa copa en donde crecieron dos nuevas flores, una rosa y una celeste. Una brisa sopló trayendo una calma y un silencio sepulcral.

Continuará...

miércoles, 17 de junio de 2009

El árbol de las almas. I

El árbol de las almas.

Parte I

El niño corrió unas ramas de aquel gran arbusto y lo vio, sonrió con todas las fuerzas que le permitía su pequeño rostro y lo señaló.

¡Lo ves! ¡Te dije que era cierto! Giró y ayudó a su pequeña amiga a pasar por entre medio de las ramas. Entonces ella abrió sus dulces ojos como dos enormes girasoles y observó asombrada aquella majestuoso obra de la naturaleza.

En el centro de un claro del bosque se alzaba aquel maravilloso árbol. Su madera aparentaba una dureza como la del quebracho y su copiosidad se asemejaba a la del ombú; sus ramas se extendían hacia los costados y hacia arriba, repletas de hojas verdes como las más puras esmeraldas; algunas raíces se asomaban sobre la tierra y después volvían a enterrarse; el tronco era tan grueso que ni diez hombres juntos y tomados de las manos podrían rodearlo con sus brazos; era muy alto, y su volumen y su frondosidad eran como la de una docena de árboles unidos. Al pie del mismo crecían unas hermosas y enormes flores amarillas, similares a las rafflesias pero con un suave, dulce y atractivo aroma. La copa de la titánica planta también estaba adoranada por bellas y únicas flores rosadas y celestes. El paisaje que presentaba allí posado en el medio del claro era tan asombroso... como escalofriante.

―¡Es hermoso! pudo decir la niña saliendo de su sopor. Mira esas flores, esas hojas, esos colores. ¡Es gigante!

―¡Ves! Yo no te mentía repitió el niño dando unos pasos en el interior del claro. Pero la mano de su amiga lo detuvo.

¿A dónde vas, Gid? Eso debe estar lleno de insectos y arañas.

No te preocupes ―la tranquilizó él―. Sólo quiero tomar una de esas flores celestes, ¿no te parecen preciosas? ―preguntó señalando una de las tantas flores que crecían en la copa.

Si, son muy bellas, pero te lastimarás si te caes de allí, y tus padres se enfadarán con los dos.

No me sucederá nada ―la convenció él con una radiante sonrisa y siguió avanzando.

El sol ya se estaba ocultando detrás de las copas del resto de los árboles del bosque, y una punzada de temor perforó la conciencia de la niña.

Ten cuidado, por favor.

No tengas miedo, Ériga ―le dijo cuando pasaba por al lado de una de aquellas enormes flores que crecían en el suelo. Miró hacia arriba y vio que sobre su cabeza, en una baja rama había una flor de las que quería, dio un salto tratando de alcanzarla pero no tuvo un buen resultado, dio un suspiro de fastidio y saltó nuevamente. Esta vez lo consiguió, arrancándola de su tallo. Al caer se trastabilló y tuvo que apoyarse en el tronco del árbol para no darse la cara contra el suelo. La flor quedó en el piso y la niña corrió para ayudarlo a levantarse, tomó la flor y le tendió una mano, pero Gid ya no prestaba atención a nada más.

Una extraña sensación recorrió todo el cuerpo del niño al entrar en contacto con el árbol, una sensación de incontenible júbilo y alegría, una paz incomparable, pero también sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Se aferró más al árbol para aumentar la sensación de placer.

¿Que te sucede, Gid? ―preguntó la pequeña con voz trémula―. Levántate.

Pero él niño ya no la escuchaba, su cuerpo fue quedándose rígido y cada vez se fue aferrando más al tronco. La niña retrocedió, y ahogó un grito de terror cuando vio que la piel de su pequeño amigo se tornaba de un marrón oscuro, del mismo matiz que el de las ramas. La textura de su piel también se asemejó a la de la madera y luego de unos espantosos segundos, el cuerpo de Gid había sido completamente absorbido por el árbol. La niña se quedó petrificada, sólo pudo lanzar un grito de terror que le hizo estallar los ojos en lágrimas. Se alejó del lugar corriendo, y no pudo ver como una nueva flor celeste crecía en la copa del árbol.


Continuará...

jueves, 11 de junio de 2009

Aferrándome


Last promise in the dark.

Con mis pasos sin cordura
me adelanto sigiloso.
Azabache tu ropaje,
del mejor de los modistas.
Y ondulados tus senderos,
curvaturas de lo incierto,
me darán la bienvenida.
¡Será siempre y para siempre!
Dirá el cielo en su tormenta,
¡Será siempre noche oscura!
Dirás tú con un suspiro.
Y oxidadas mis palabras,
vibrarán en tus oídos,
te dirán las mil poesías,
que por tiempo te escribí,
serán besos desde el alma,
¡Será siempre hasta morir!

viernes, 8 de mayo de 2009

¿Quién sabe lo que es la realidad?

El final de la novela

En aquella oscura habitación, alumbrado solo por un velador, puso el punto final a su novela. Su alegría era incomparable y su orgullo inmenso. Releyó el último párrafo en voz alta, admirado por el perfecto cierre que le había dado a tan apasionante historia:

Ella caminó por la extensa pradera, el sol del amanecer acariciaba sus dorados rizos y refulgían la empuñadura de su espada. Atrás quedaban las batallas y las desdichas, las noches de insomnio y los días de ayuno. Sus huellas marcaban un final para la guerra en donde tanta sangre se había derramado. Se detuvo y sonrió mirando al cielo, una lágrima rodó por su mejilla y se quitó el yelmo, ahora sólo faltaba cruzar aquella verde colina y volver a ver a su amado. La recibirían como la heroína que era con vítores y pétalos de rosas, pero a ella lo único que le importaba era volver a verlo. Dejó caer el yelmo en el suelo, ya no lo necesitaría, y con una amplia sonrisa en el rostro caminó con el sol protegiendo su espalda.”

Al pronunciar la última palabra suspiró satisfecho. Muchos años había tardado en darle forma a aquella historia, y finalmente ahora llegaba a su final. Pensó en la sorpresa que le daría a su editor cuando le cuente la noticia, ya que todos en el mundo esperaban el desenlace de aquella historia. Imaginó su libro en las bateas de todas las librerías del mundo, traducido a todos los idiomas que pudiera imaginarse. Por fin su sueño se vería cumplido.

Rompió el lápiz con el que escribió las últimas palabras para desaparecer la magia que allí había anidado. Guardó el borrador de la novela en su portafolios y se puso de pie. No podía esperar más tiempo, debía contarle a su editor que había terminado. Apagó la luz del velador y el estudio se sumió en la absoluta penumbra, tomó el portafolio y abandonó la habitación. Caminó hasta la cocina y mientras bebía una taza de café le echó un vistazo a las noticias del diario del día anterior. Impaciente miró el reloj que marcaban las nueve y media de la mañana, tomó las llaves de su auto, le dio un último sorbo a su café y caminó hasta la puerta. Se acomodó el traje antes de salir.

Al abrir la puerta el sol le dio de lleno en sus ojos, lo que lo obligó a entrecerrarlos un poco para que no lo encegueciera, y cuando su visión se acostumbró a la luz del amanecer, observó con asombro que descendiendo por la colina de la extensa y verde pradera que se presentaba frente a él venía ella con sus rizos dorados, su espada enfundada y una amplia sonrisa en su rostro...

jueves, 9 de abril de 2009

Un gran regalo

Hoy recibí una noticia muy grata:
Mi relato fue elegido por el Cardenal Farenas para formar parte de un Cuento Compartido que constará de 12 capítulos.
Mi aporte será el primer capítulo del cuento, y sin dudas estoy muy agradecido con el jurado que no sólo se tomó el tiempo para leer mi relato, ¡sino que también lo eligió!
En fin, muchas gracias, y acá va entonces el primer capítulo del cuento "Las aves al morir van al suelo":


Capítulo 1

Detestaría perder la admiración que había conseguido deshonestamente, pero algo le decía que ellos sospechaban de su inexperiencia para volar. Tal vez era por sus ojos abiertos como dos soles, por su pico apretado, por su mirada un tanto extraviada, por los movimientos poco gráciles que hacía con sus alas o por sus intermitentes desmayos. No sabía por qué sospechaban, y eso le pareció extraño, y también le pareció extraño que el suelo se le esté acercando a toda velocidad.

Matías "Darson Joyce" Añino.


Nuevamente muchas gracias.

lunes, 23 de marzo de 2009

Te regalo las luces que verás al cerrar tus ojos...



...Es que hay tanto ruido blanco que no puedo oírte, tanta gente vulgar que no puedo verte, tantos sueños derrumbados que no puedo despertarte, tantas flores ajenas que ninguna puedo darte...

Through the rainbows
Ya no es más oscuridad,
(revelión de los colores)
dictadura hay en mis ojos,
y en mis sueños no hay sabores.
Amanece en nuestro cosmos,
con un cielo de magenta,
Y hacen sombras los albores,
para ver si así te encuentra.
Pero hay luz en la penumbra,
coloreando confusiones,
una luz que todo alumbra,
en un marco sin razones,
y es que hay tanto alrededor,
tanto ruido de explosiones,
tantos gritos de penurias,
que no se oyen tus canciones.

lunes, 16 de marzo de 2009

Si, soñé que te amaba...

...pero al despertar eras tan real como el negro de tus ojos, tan profundos, tan brillantes, tan absorbentes...



En mis sueños ya no estabas.
Me miraste una y mil veces,
y otra más, y nuevamente.
Y tus ojos parecían ser tan fuertes
que en silencio me quedé.
Mientras tanto me mirabas,
y yo sin saber por qué,
caminando me marché.
Y pensando en tu mirada,
en tus ojos, y en mi nada,
me traté de convencer,
que tal vez será mañana,
o tal vez no vuelva a ser.



jueves, 5 de marzo de 2009

Hasta la muerte lloraría...


Debe continuar.

Con mi llanto le di vida a una poesía,
con mis lágrimas murieron las tormentas.
Ya te has ido y me di cuenta que al invierno
siempre pone su final la primavera.

Los sopranos ya no calan en mis huesos como antes; los inviernos y la lluvia me entristecen, no como antaño que me daban alegría y un motivo para acostarme, sentir su perfume y abrazarla. Entonces escribo, creyendo que las palabras plasmadas en el papel lograrán mitigar el dolor y llenar el vacío que llevo dentro. Escribo, para que pase el tiempo, con la esperanza de que mi alma sane con el nuevo día, pues ya han pasado tres semanas y el dolor sigue en aumento. Escribo, y las palabras fluyen con melancolía, nacen muertas en mis manos y oscurecen el papel. No distingo la belleza de las letras, ni el aroma de la tinta; no valoro aquellas fotos dadas vuelta, ni el retrato que perdura en la pared.

Hoy es el primer día en que lloro por tu ausencia, y siento que todo gira en mi cabeza, todo esta desordenado en mi interior. Decido desordenar mis creaciones también. Cambio los roles de mi poesía. Cuelgo cuadros en las hojas, y escribo los sonetos al revés. Comenzando en la muerte y volviendo para atrás. La caligrafía mueve mi muñeca, y ésta forma las imágenes en mi mente, que luego se transforman en nostalgia, en recuerdos, en vivencias, en su amor, en su compañía, en ella... ¡Ella por fin vuelve a mis brazos! Y la siento, la acaricio, la beso, la escucho, la acepto y la deseo, siempre retrocediendo en el tiempo, y se va nuevamente. Pero es distinto ahora, ya no la conozco, ya no tengo recuerdos de ella en mi mente ni en mi corazón, ya no tengo su perfume en mis frazadas ni el anhelo de volverla a ver, porque nunca la vi, porque nunca ha sido mía, porque nunca he sido de ella.

El papel de la poesía se destruye bajo la punta de mi lápiz y el sol sale allí afuera, yo sonrío esta vez. Respiro el aroma de la lluvia que se fue, de quebrachos y abedules remojados, de la hierba que humedece mis pies. Lleno mis pulmones de placer, lleno mi sonrisa de alegría.


viernes, 20 de febrero de 2009

Su final no estaba escrito...

Aquel vestíbulo

Segunda parte.


No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo.”

Giacomo Leopardi.

Poeta y erudito italiano.

Un relámpago sagaz iluminó toda la habitación por una fracción de segundo, y tan sólo un instante después el trueno retumbó en todo el interior de la casa, al principio se oyó como un vidrio rompiéndose por un puñetazo, pero luego el abrumador estruendo fue tan tremendo que causó un vacío inmenso en su pecho. Debía salir de aquella casa maldita en ese mismo instante. Buscó con la mirada, en la pared más lejana a él, pasando unos mullidos sillones había una enorme puerta, y en la pared de enfrente había otra, ésta un poco más grande y con un dorado picaporte. Sin dudas esa era la puerta que debía cruzar para abandonar aquel lugar. Se apresuró, tomó el picaporte con mano trémula y lo abrió, frente a él se extendió un pasillo monotamente interminable.

Sin voltear cruzó el umbral al borde del llanto, recorrió todo el pasillo teniendo siempre el mismo oscuro horizonte. Miró hacia atrás y ya no logró visualizar la puerta que había atravesado. Siguió avanzando siempre en camino recto, hasta que después de varios pasos pudo divisar una nueva puerta. La abrió deseando encontrar la salida, anhelando respirar el aire puro y poder mojarse con el agua de la lluvia. Pero no. Frente a él se extendía el mismo vestíbulo de los cuadros, la misma habitación que había abandonado minutos atrás, sólo que ahora él estaba parado en la puerta de enfrente a la que había cruzado. Los mismo cuadros, las mismas imágenes, la misma oscuridad. Miró atrás suyo totalmente desconcertado. Solo vio el pasillo y sombras hambrientas por devorar su cordura. Definitivamente algo no andaba bien.

Comprobó que aún estaba su retrato colgado de la pared, que el piso seguía crujiendo, que las sombras aún no se iban. Tuvo la espantosa sensación de que el día nunca llegaría.

No vio otra alternativa. Nuevamente se internó en el extenso pasillo, lo cruzó corriendo hasta llegar a una puerta totalmente distinta a las que había visto. La abrió y frente a él... el mismo vestíbulo. Estaba desesperado, quería romper en llanto, despertar de aquella pesadilla. Recorrió el mismo pasillo una vez más, consiguiendo el mismo resultado. Se arrodilló y encerró su cabeza entre sus brazos, unas lágrimas cayeron por sus ojos, un lloriqueo de desesperación escapó de sus cuerdas vocales. Cerró con fuerza sus ojos, como si de esa forma haría desaparecer el miedo. El terror le cedió lugar a la ira, se puso de pie y se acercó a los cuadros, comenzó a sacarlos del muro y arrojarlos al suelo, rompiéndolos en varias partes, rasgaba las pinturas con sus dedos como garras feroces de un león, temblaba y lloraba al mismo tiempo, y la oscuridad parecía reírse de él y de esta escena.

Corrió nuevamente hacia el pasillo, lo atravesó de punta a punta, abrió una nueva puerta y encontró el mismo vestíbulo, con los cuadros intactos, como si nada hubiese sucedido. ¿Que era ese lugar? No podía creer lo que estaba viviendo, todo era muy similar a una pesadilla, todo era muy similar a un infierno.

Se acercó a un enorme ventanal y trató de ver hacia afuera, pero la lluvia era tan copiosa y la oscuridad tan espesa que sólo pudo ver su reflejo en los vidrios, un reflejo deshecho y demacrado; su reflejo envejeciendo lentamente, muriendo a cada segundo; su reflejo de ojos profundos, casi huecos, sin vida; su reflejo cadavérico, lleno de terror; su reflejo cargando una pesada mochila llena de pecados. Al ver su rostro comenzó a recordar.

Se vio con mucha claridad en aquel oscuro reflejo. Se vio anciano, agonizando en una cama, completamente solo y escondido de la gente, respirando sus últimas bocanadas de aire, tratando de recordar los momentos más hermosos de su vida. Pero no encontraba esos recuerdos en su mente, sólo veía llanto y sufrimiento ajeno. Se vio doblegado por la invencible muerte, se vio cerrando sus ojos para no abrirlos nunca más, se vio vaciando sus pulmones por última vez, se vio sonreír aún cuando no tenía ningún motivo para hacerlo. Se vio muerto.

Luego, el reflejo fue recobrando la normalidad, nuevamente sólo vio su rostro demacrado con incontables arrugas como surcos en su odiada piel; sus ojos deshumanizados, testigos de miles de quebrantos; sus labios resecos, que habían olvidado el sabor de los besos que se dan por amor. Y detrás de su rostro vio aquel vestíbulo, con los tétricos muebles, con los anaqueles repletos de literatura ilegible, con los cuadros... aquellos cuadros. Y al saberse muerto, y al ver el vestíbulo, comprendió que lo que veía realmente era su infierno personal. Un infierno al que nunca podría encontrarle sentido ni escapar.

Fin.

martes, 3 de febrero de 2009

¿Realmente sabés quien sos?

Aquel vestíbulo

Primera parte.

Aquella vieja casona era como se describían las casas embrujadas en los libros y novelas de terror. Desde los cuadros antiguos de figuras escalofriantes, de ancianos decrépitos, de escenas grotescas; hasta la decoración barroca con una infame mezcla gótica. La pintura nacarada de las paredes se rendía en algunas zonas donde la humedad debería haberla atacado sin piedad durante décadas. Las telas de araña eran tan comunes como el aire viciado en las habitaciones. Las velas que colgaban de los candelabros no llegaban a iluminar todos los rincones, y peor aún, creaban sombras que se confundían con terribles espectros.

El suelo de madera crujía con cada paso, como rogando piedad a quienes lo pisoteaban. Afuera llovía, y el feroz viento azotaba las ventanas haciéndolas chillar de dolor. Las ramas de un árbol golpeaban unas tejas del techo, produciendo un ruido muy inquietante. Toda la casa parecía estar viva, quejándose de los maltratos del resto de las cosas.

Todo le resultaba extrañamente familiar: el aroma a azufre, los ruidos fantasmales, la textura de las paredes, la comodidad de los mullidos almohadones. Sentía mucho miedo, no podía recordar el momento en que ingresó a la casa, sólo sabía que estaba allí. Decidió investigar un poco aquella vasta habitación.

Los muebles estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, prueba clara de que nunca nadie los limpiaba. Había adornos viejos, muñecas de porcelana y decenas de relojes antiguos. Una biblioteca repleta de cientos de libros gastados por el tiempo, con títulos tan extraños como desconocidos e ilegibles. De todos los tamaños, en todos los idiomas. Pero lo más inquietante y perturbador eran los cuadros... aquellos misteriosos cuadros.

Eran una pequeña rendija de luz a los pasados dueños de aquella casona, o al menos eso supuso él. Debajo de cada retrato se tallaba su nombre en la madera del marco. Había personajes que según sus ropas y los colores de la pintura, se remontaban a varios siglos atrás. Todos tenían una inexplicable expresión de terror en el rostro. Los ojos de las pinturas parecían observarlo y juzgarlo, parecían estar enojados con él, por ser libre y no estar encerrado en un marco de madera. Aquellas miradas al oleo con huellas de pinceladas pasadas le devoraban la paz, lo inquietaban de sobremanera, se alimentaban de su esperanza y de su tranquilidad, vorazmente calaban sus huesos y revolvían sus entrañas para debilitarlo, lo trataban de enceguecer y de asfixiarlo. Pero él no se amedrentaría.

Caminó a lo largo de toda la pared en donde colgaban los cuadros, los recorrió con una mirada altanera a uno por uno, como desafiándolos, tratando de disimular el miedo que sentía en aquel lugar, tratando de ignorar ese frío glacial que le castigaba la médula. En ese momento pensó que el resto de la habitación sobraba, los cuadros solos ya bastaban para generar la terrible sensación de desasosiego; las sombras marchitas en los rincones, los muebles antiguos, las muñecas de porcelana y el resto sólo parecían ínfimos guijarros de la imponente montaña de terror.

A simple vista, contó una veintena de cuadros, y todos le causaron la misma sensación de desesperación, pero hubo uno que le generó algo más. Era el de una mujer esbelta, hermosa y de piel morena. El marco rezaba su nombre: Alexanbrella. Se quedó atrapado por la belleza de su figura, obnubilado con sus rojos labios, maravillado con las perfectas curvas que permitía ver el cuadro. La amo desde ese momento. Después de muchos años finalmente volvió a amar. Su cuerpo fue invadido por esa indeseable, pero al mismo tiempo hermosa, sensación de amar a quien nos es imposible poseer.

Sin embargo, su mirada se movió al siguiente cuadro y su estupor se rompió como lo hace una copa al estrellarse con un suelo de roca. Su perturbación fue mayúscula cuando vio a la persona del último cuadro. Se frotó los ojos como si recién despertase de una larga y pesada noche de sueño: el del cuadro era él.

Con la misma ropa que vestía en ese mismo momento, con el mismo gesto de sorpresa. Como un reflejo suyo en un marco pintado con pasteles, pero sin serlo; como un espejo en donde su figura estaba paralizada, pero sin serlo. Cerró y abrió los ojos repetidas veces, con la inútil esperanza de que esa imagen desaparezca, pero no. Él se miró en la pintura antigua, como quien despierta de una pesadilla, pero sin serlo.

Se alejó unos pasos, pero sin quitar los ojos de encima del cuadro, creyendo que al mirar desde unos metros más atrás, la escena tendría una explicación lógica. Todos los sonidos se hicieron más perceptibles; la oscuridad fue más profunda y sus fauces pretendían devorarlo todo; la habitación, más tétrica que minutos atrás, parecía envolverlo con sus muros nacarados; los demás cuadros parecieron mirarlo con aún más severidad y envidia. Tembló a causa del terror.

Continuará...

lunes, 19 de enero de 2009

La soledad, caminando con su prima la melancolía...

El sentir de un vagabundo


Despertaba con la suave brisa que llegaba desde el río, mientras algún ave revoloteaba sobre las aguas y a lo lejos se divisaban unos pequeños veleros. La hierba bajo su espalda estaba húmeda del rocío matinal, y el sol que se elevaba lo encandilaba todo con su brillo. Los nacidos brotes de las flores indicaban la llegada de la primavera, esto lo hubiese hecho sonreír en otra ocasión.

Se puso de pie y caminó alejándose del río que aún lo llamaba con el suave y romántico murmullo de sus calmadas aguas. Sin embargo él no lo escuchó y decidió caminar hacia la ciudad, hacia la fría y dura ciudad. Estaba triste, pero no sabía la razón. No pudo evitar lanzar un profundo suspiro y mirar al cielo. Hacía mucho tiempo que llevaba vagando por las calles sin un rumbo fijo, sin un techo ni un plato de comida. Ya no recordaba cuándo ni cómo había terminado así, pero allí estaba, y había decidido vagar por la ciudad sin más abrigo que su pesada melancolía. Y por más que aún recordaba la ubicación de los hogares en los que había vivido, él allí permanecía, siendo un vagabundo sin nombre ni lugar de pertenencia; invisible a los ojos del mundo sabía que nunca más volvería a pisar las lajas de la entrada de su antiguo hogar. No era por orgullo, ni tampoco era el hecho de que nadie lo esperaba en esos lugares, simplemente no volvería.

Y esa mañana soleada, cuando el invierno se confundía con la primavera y se aferraba al tiempo con sus gélidas garras, un perro comenzó a caminar junto a él. Por primera vez en mucho tiempo se sintió acompañado, pero aquella hermosa sensación no duraría más que un ápice. Finalmente, en la primera esquina que cruzaron el canino se alejó, y por más que el vagabundo intentó detenerlo le fue imposible lograrlo, se había quedado sólo nuevamente. Tal vez debería ir acostumbrándose a la soledad.

Siguió caminando por las calles ardientes, llenas de codicia y humanidad. Fue entonces que a lo lejos vio una enorme edificación, un lujoso centro comercial. Por algún estúpido motivo pensó que estaría bien en ese lugar. Se apresuró a llegar, y al ingresar sintió como el arrepentimiento brotaba de su sangre como una infección dolorosa.

No sabía por qué había elegido aquel lugar para andar, tan abarrotado de gente, y contaminado de superficialidad y vulgaridad. Él no pertenecía a allí, pero sin embargo allí estaba. Caminó entre la muchedumbre que estaba tan inmersa en sus vidas, en sus fracasos y en sus alegrías, que no le prestaron atención. Andaba con la vista fija en el suelo, mirando sus pies adelantarse y volviendo a quedar rezagados para avanzar nuevamente, sin embargo escuchaba cada una de las palabras que la gente decía, sentía las risas y los llantos, las alegrías y los enojos.

Se sintió más desafortunado que nunca, y mientras veía como una adorable pareja de jóvenes se besaba con cariño él se preguntaba: ¿A qué había ido a ese lugar? ¿Qué es lo que estaba buscando? ¿Qué es lo que pensaba encontrar? ¿Diversión? No recordaba haberse aburrido tanto en su vida. ¿Compañía? A pesar de que el lugar estaba lleno de gente, él estaba más solo que nunca. ¿Respuestas? ¿Cómo? Si aún no lograba ni comprender las preguntas.

Miró al cielo por la cúpula de vidrio que había en lo más alto de la galería y vio que el sol estaba en su cenit. Pero cuando levantó la vista vio más que el sol, también vio sentimientos en la gente a su alrededor, vio escenas de amor, de tristeza, de locura y de frivolidad. No pudo dejar de mirar aquel paisaje de sensaciones, la amarga droga de la nostalgia se le impregnó en los ojos y lo encegueció de pena; lo azotó con violencia en la espalda, con latigazos de sus memorias pasadas más felices. Vio y escuchó risas que lo hicieron sonreír, capturo imágenes de discusiones en el momento en que detuvo sus pasos y decidió frenar para observar a su alrededor. Su retina grabó momentos de amores que recién daban sus primeros pasos, vio al hombre sonreír y abrazar a su mujer, juguetear con el pelo de ella y besarla en la mejilla. Sintió más nostalgia. Recordó cuando él hacía eso con quien supo amarlo, se lamentó de no tenerla a su lado.

La gente pasaba a su alrededor sin mirarlo, nadie le prestaba atención, y eso intensificaba su recuerdo. Sin embargo, a duras penas pudo memorizar su cabello ondulado y rubio, ya su recuerdo se estaba perdiendo en la neblina de aquella última noche en que sus cuerpos se rozaron. Pero él la extrañaba demasiado como para dejar que ella sea sólo un vago recuerdo que moría como su amor. ¡Claro! ¡Qué idiota había sido! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Iría hasta su casa, aún recordaba donde vivía ella, pedir perdón no sería tan difícil como parecía, después de todo la recompensa por hacerlo sería enorme.

Se lamentó por dejar pasar tanto tiempo sin disculparse, por dejar para después las cosas que tendría que haber hecho en el acto, por posponer sus proyectos junto a ella, por ser el desdichado que siempre cargaría con la culpa de no haber sido feliz, por dejar tantas puertas abiertas y no entrar por ninguna...

Decidido a reencontrarse con su amada abandonó el centro comercial y caminó por el lado de la sombra en dirección a su casa. De a poco, la imagen de lo que ocurriría fue formándose en su mente, y su sonrisa fue expandiéndose: ella estaría hermosa como siempre, primero le sorprendería verlo, pero luego le dedicaría una bella sonrisa, entonces él clavaría sus ojos en su fémina imagen y... No. No tendría ningún sentido hacer eso. Estaba seguro que no podría abrazarla, tampoco podría esta vez, estaba seguro que ella ni siquiera lo escucharía, ni siquiera podría verlo. Después de todo era un vagabundo, eso mismo, ya hacía unos años que simplemente era un fantasma vagabundo, penando por haber dejado inconclusa su felicidad cuando estaba vivo.

Darson Joyce.