Ed Sulliband


lunes, 19 de enero de 2009

La soledad, caminando con su prima la melancolía...

El sentir de un vagabundo


Despertaba con la suave brisa que llegaba desde el río, mientras algún ave revoloteaba sobre las aguas y a lo lejos se divisaban unos pequeños veleros. La hierba bajo su espalda estaba húmeda del rocío matinal, y el sol que se elevaba lo encandilaba todo con su brillo. Los nacidos brotes de las flores indicaban la llegada de la primavera, esto lo hubiese hecho sonreír en otra ocasión.

Se puso de pie y caminó alejándose del río que aún lo llamaba con el suave y romántico murmullo de sus calmadas aguas. Sin embargo él no lo escuchó y decidió caminar hacia la ciudad, hacia la fría y dura ciudad. Estaba triste, pero no sabía la razón. No pudo evitar lanzar un profundo suspiro y mirar al cielo. Hacía mucho tiempo que llevaba vagando por las calles sin un rumbo fijo, sin un techo ni un plato de comida. Ya no recordaba cuándo ni cómo había terminado así, pero allí estaba, y había decidido vagar por la ciudad sin más abrigo que su pesada melancolía. Y por más que aún recordaba la ubicación de los hogares en los que había vivido, él allí permanecía, siendo un vagabundo sin nombre ni lugar de pertenencia; invisible a los ojos del mundo sabía que nunca más volvería a pisar las lajas de la entrada de su antiguo hogar. No era por orgullo, ni tampoco era el hecho de que nadie lo esperaba en esos lugares, simplemente no volvería.

Y esa mañana soleada, cuando el invierno se confundía con la primavera y se aferraba al tiempo con sus gélidas garras, un perro comenzó a caminar junto a él. Por primera vez en mucho tiempo se sintió acompañado, pero aquella hermosa sensación no duraría más que un ápice. Finalmente, en la primera esquina que cruzaron el canino se alejó, y por más que el vagabundo intentó detenerlo le fue imposible lograrlo, se había quedado sólo nuevamente. Tal vez debería ir acostumbrándose a la soledad.

Siguió caminando por las calles ardientes, llenas de codicia y humanidad. Fue entonces que a lo lejos vio una enorme edificación, un lujoso centro comercial. Por algún estúpido motivo pensó que estaría bien en ese lugar. Se apresuró a llegar, y al ingresar sintió como el arrepentimiento brotaba de su sangre como una infección dolorosa.

No sabía por qué había elegido aquel lugar para andar, tan abarrotado de gente, y contaminado de superficialidad y vulgaridad. Él no pertenecía a allí, pero sin embargo allí estaba. Caminó entre la muchedumbre que estaba tan inmersa en sus vidas, en sus fracasos y en sus alegrías, que no le prestaron atención. Andaba con la vista fija en el suelo, mirando sus pies adelantarse y volviendo a quedar rezagados para avanzar nuevamente, sin embargo escuchaba cada una de las palabras que la gente decía, sentía las risas y los llantos, las alegrías y los enojos.

Se sintió más desafortunado que nunca, y mientras veía como una adorable pareja de jóvenes se besaba con cariño él se preguntaba: ¿A qué había ido a ese lugar? ¿Qué es lo que estaba buscando? ¿Qué es lo que pensaba encontrar? ¿Diversión? No recordaba haberse aburrido tanto en su vida. ¿Compañía? A pesar de que el lugar estaba lleno de gente, él estaba más solo que nunca. ¿Respuestas? ¿Cómo? Si aún no lograba ni comprender las preguntas.

Miró al cielo por la cúpula de vidrio que había en lo más alto de la galería y vio que el sol estaba en su cenit. Pero cuando levantó la vista vio más que el sol, también vio sentimientos en la gente a su alrededor, vio escenas de amor, de tristeza, de locura y de frivolidad. No pudo dejar de mirar aquel paisaje de sensaciones, la amarga droga de la nostalgia se le impregnó en los ojos y lo encegueció de pena; lo azotó con violencia en la espalda, con latigazos de sus memorias pasadas más felices. Vio y escuchó risas que lo hicieron sonreír, capturo imágenes de discusiones en el momento en que detuvo sus pasos y decidió frenar para observar a su alrededor. Su retina grabó momentos de amores que recién daban sus primeros pasos, vio al hombre sonreír y abrazar a su mujer, juguetear con el pelo de ella y besarla en la mejilla. Sintió más nostalgia. Recordó cuando él hacía eso con quien supo amarlo, se lamentó de no tenerla a su lado.

La gente pasaba a su alrededor sin mirarlo, nadie le prestaba atención, y eso intensificaba su recuerdo. Sin embargo, a duras penas pudo memorizar su cabello ondulado y rubio, ya su recuerdo se estaba perdiendo en la neblina de aquella última noche en que sus cuerpos se rozaron. Pero él la extrañaba demasiado como para dejar que ella sea sólo un vago recuerdo que moría como su amor. ¡Claro! ¡Qué idiota había sido! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Iría hasta su casa, aún recordaba donde vivía ella, pedir perdón no sería tan difícil como parecía, después de todo la recompensa por hacerlo sería enorme.

Se lamentó por dejar pasar tanto tiempo sin disculparse, por dejar para después las cosas que tendría que haber hecho en el acto, por posponer sus proyectos junto a ella, por ser el desdichado que siempre cargaría con la culpa de no haber sido feliz, por dejar tantas puertas abiertas y no entrar por ninguna...

Decidido a reencontrarse con su amada abandonó el centro comercial y caminó por el lado de la sombra en dirección a su casa. De a poco, la imagen de lo que ocurriría fue formándose en su mente, y su sonrisa fue expandiéndose: ella estaría hermosa como siempre, primero le sorprendería verlo, pero luego le dedicaría una bella sonrisa, entonces él clavaría sus ojos en su fémina imagen y... No. No tendría ningún sentido hacer eso. Estaba seguro que no podría abrazarla, tampoco podría esta vez, estaba seguro que ella ni siquiera lo escucharía, ni siquiera podría verlo. Después de todo era un vagabundo, eso mismo, ya hacía unos años que simplemente era un fantasma vagabundo, penando por haber dejado inconclusa su felicidad cuando estaba vivo.

Darson Joyce.