Ed Sulliband


domingo, 26 de julio de 2009

El árbol de las almas. Partes V y VI

El árbol de las almas.

V

No había tanta gente en el claro ya que la noche los había reunido en sus casas, sin embargo algunos deleitaban sus ojos con las flores del árbol y otros se fijaban que nadie se atreva a tocarlo. Sin embargo a ella no le importó, esa gente no valía la pena. Allí adorando a esa semilla del demonio, totalmente idiotizados por su belleza y majestuosidad. Se agachó y apoyó la antorcha a su lado, sacó una flor celeste de sus ropas y la miró con cierto recelo. Era exactamente igual a las que crecían en la copa del árbol. Con gesto adusto la arrojó a la llama y esta ardió con más intensidad pero tornándose de un color azul vibrante. Fue en ese momento cuando algunos de los allí presentes se percataron de su presencia y comenzaron a mirarla con cierto desprecio y temor.

¿Qué intentas hacer? ―le preguntó el encargado de la custodia del lugar.

Acabar con todo esto de una buena vez ―respondió sin quitar los ojos del fuego. Su voz sonó lúgubre y áspera, raspando con violencia sus cuerdas vocales en su camino, como si ésta saliera de su garganta por primera vez en muchos años.

Se puso de pie y alzó la antorcha por sobre su cabeza, la copa del árbol crujió y unos tremendos y sobrenaturales escorpiones descendieron por el tronco. Los allí presentes corrieron despavoridos temiendo que los alacranes los ataquen a ellos, pero aquellas criaturas habían despertado sólo por la anciana.

¿Qué estás haciendo, imbécil? ―le espetó el mismo guardia, pero la anciana no respondió y avanzó hacia el árbol.

Todos abandonaron el lugar y aquella escena pareció paralizarse en el tiempo. Allí estaba ella alzando la antorcha, con el viento alborotándole el ya desordenado cabello, parada de frente y mirando fijo a aquel árbol, tan vivo como ella, tan despiadado y tan orgulloso como los seres humanos; y entre medio de ellos un centenar de escorpiones dispuestos a aniquilarla, sin embargo ella también estaba dispuesta a dar pelea.

Una nueva y aún más tremenda ráfaga de viento hizo tambalear al resto del bosque, y sus árboles amenazaron con desprenderse de sus raíces y volar hacia otros rumbos, pero el fuego de la antorcha no cesó, y una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la anciana. Ambos estaban librando una feroz batalla, ambos sabían que uno de los dos moriría esa noche. La anciana sabía que tenía una ventaja sobre aquel árbol que tanto la había atormentado, y podía ver el terror entre sus ramas. Los alacranes continuaron saliendo hasta que ocuparon todo el claro y solo quedó una pequeña porción de tierra donde ella pudo quedarse en pie.

¿Me recuerdas? ¡Viví casi doscientos años para encontrar la forma de exterminarte! ―gritó la anciana a través de la incesante ventolera―. La única flor que fue arrancada de tus propias ramas me dio la inmortalidad para conseguir lo que esta noche vengo a lograr. ―Sabía que él árbol podía oírla y entender todo lo que ella decía. ―Te llevaste a mi pequeño amigo y a mis padres, y no conforme con esto me otorgaste una tortura de muchas décadas de sufrimiento ―recitó formando un arco con la antorcha para mantener a raya a los escorpiones que sabían su destino si tocaban ese fuego azulado. El árbol pareció responderle con un fuerte crujido de sus inmensas ramas, algunas de sus raíces crecieron y salieron sobre la tierra como tentáculos de algún monstruo subterráneo. ―Ahora la flor no existe, pero sus restos forman parte de esta flama que acabará con tu existencia.

»Puedo sentir tu miedo ―continuó luego de tomar aire y fruncir su entrecejo―, se que sabes a lo que te enfrentas. ―Dio un paso hacia adelante y los escorpiones retrocedieron temerosos del azulado fuego de su antorcha. ―¡Bastarda semilla del demonio! ―bramó mientras avanzaba un nuevo paso. Uno de los alacranes se abalanzó sobre ella pero el simple calor de la antorcha lo hizo desvanecerse.

El tiempo pareció avanzar muy lentamente al compás de sus pasos, el viento despiadado siguió soplando con más violencia. Los crujidos de la madera se arremolinaban en su cuerpo, y a medida que avanzaba blandiendo la antorcha en llamas, los escorpiones se desvanecían al contacto del calor. La anciana siguió avanzando, y cuando estaba a unos pocos pasos del tronco, el viento amainó por completo y los alacranes dejaron de estremecerse, simplemente se apresuraron y se escondieron nuevamente en la copa del árbol.

Te das por vencido, ¿no es cierto? ―la calma se apoderó de todo, ni siquiera soplaba una gota de viento y ningún ruido se escuchó en la noche. ―Creo que entonces comprendes lo que debo hacer.

Aguardó unos segundos, como si aquel silencio fuese la respuesta del bosque, como si fuesen las últimas palabras de aquel árbol. Luego acercó la llama de la antorcha al pie del tronco y comenzó a arder con aquel fuego azul, las grandes flores amarillas también ardieron, y la corteza de aquel ser comenzó a formar parte del olvido. La anciana retrocedió sin dejar de mirar hacia adelante. Cuando las flamas alcanzaron la copa se pudieron oír cientos de gritos desgarradores, y acto seguido un centenar de figuras fantasmagóricas volaron hacia el cielo como esclavos liberados después de años de cautiverio y tortura. Entre aquellas almas, Ériga pudo reconocer a sus padres y a su amigo Gid, que le sonrieron y se alejaron hacia el nocturno firmamento.


VI

Varios días tardó en consumirse aquel fuego mágico, y cuando sucedió, Ériga se acercó nuevamente y se recostó sobre las cenizas, allí sonrió y cerró sus ojos. Su inmortalidad había nacido con la flor que Gid le había regalado, pero se había ido cuando ésta ardió en la antorcha. Ahora también se iba su vida, sobre ese manto de cenizas que tan sólo unos días atrás era un majestuoso e imponente árbol.

La anciana murió y nadie la lloró. Y en ese atardecer, un fuerte vendaval atravesó el bosque y voló las cenizas hacia otros páramos, donde se posaron y se convirtieron en semillas de nuevos árboles que crecerían fuertes, hermosos y monumentales, destinados a absorber las almas humanas que los toquen, proveedores de flores dadoras de inmortalidad, alojamiento de terribles y despiadados escorpiones que vigilarían que esté siempre en flor. Serían decenas de aquellos árboles diseminados por el mundo, y que lo único que querrían sería defenderse de las orgullosas garras de los hombres.


FIN


Dedicado a la niña Romina, tres días menor que yo...

jueves, 23 de julio de 2009

El árbol de las almas. IV.

El árbol de las almas.

IV

En los días siguientes a la expedición de los difuntos hombres, cuando las esperanzas de su regreso ya habían perecido, se decidió poner un puesto de vigilancia en el claro del bosque para que nadie más se acerque a aquel árbol. Los primeros responsables de la guardia tuvieron que ser obligados a cumplirla, ya que existía tanto miedo de acercarse a aquel lugar que nadie quería cumplir esa función.

El paso de los años fue consumiendo la cordura de August, los hechos que había presenciado fueron suficientes como para enloquecerlo, y un día abandonó el pueblo y nunca más se lo vio por allí. Para aquel entonces, Ériga ya era una joven hermosa y que podía valerse por sí misma, sin embargo seguía sin hablar con el resto de la gente. Siempre llevaba un aspecto desalineado y el cabello alborotado. Pero los años, al igual que los demás habitantes del pueblo, también se olvidaron de ella, y nunca más se la vio por allí.

Así pasaron los años, y con el tiempo, como la gente vio que el árbol no hacía daño a los que simplemente custodiaban el lugar, los siguientes guardias fueron voluntarios. Sin embargo, las historias terroríficas del árbol seguían pasando de boca en boca y los hechos funestos de aquellos años pasados fueron conocidos por todos en el pueblo y en las ciudades vecinas.

Los años se convirtieron en décadas, y el árbol pasó a convertirse en un símbolo de aquel pueblo lindante con el bosque. Hasta tal punto que los testamentos de los muertos pedían que sus restos fueran dejados al pie del árbol para que sean absorbidos por éste. Y así resultaba, su magia nunca moría y, cuando no eran los fallecidos quienes pasaban a formar parte de su corteza, eran los imbéciles que sin prestar atención a las advertencias se acercaban demasiado y eran consumidos por su madera; o los rebeldes y autoproclamados aventureros, no menos incautos que los anteriores, también terminaban con el mismo destino. Muchos rumores se habían corrido de que al tocar el árbol la alegría que se sentía era incomparable con cualquier otro momento de la existencia de un ser vivo, y eso los acercaba a aquel lugar.

Así pasaron las generaciones, y la historia del árbol siguió formando parte del folclore de aquel pueblo. Ya pocos le temían, y hasta se levantaban algunos campamentos en aquel claro, por no mencionar las pocas cabañas que se habían construido para que vivieran los guardias y sus familias. Aunque también estaban los precavidos que decían que no era nada bueno confiarse de esa manera, ese árbol era obra de algún demonio y nunca había sido, ni jamás sería nada bueno.

Lo cierto es que la gente seguía acercándose al árbol, y cuando alguno lo tocaba sin querer o queriendo, éste lo absorbía sin dar oportunidad a ninguna pelea. Los escorpiones no volvieron a aparecer, porque nunca nadie más se atrevió a mostrar amenaza alguna hacia el árbol. Desde su descubrimiento, la vida en aquel pequeño pueblo cambió por completo, la gente de todos los rincones del mundo se acercaban para ver su magnanimidad, la belleza de sus flores y, por qué no, para comprobar lo que decían las leyendas. De esa forma las flores en su copa seguían creciendo, del más hermoso de los celestes y rosas, y sus ramas seguían extendiéndose, seguían elevándose, sin importar la estación del año, no existía otoño que pudiese con su crecimiento, ninguna hoja caía de sus ramas y siempre conservaban su esmerilado color. Ni el más fuerte de los vientos lo hacía doblegar. No, nada de eso sería lo que acabe con aquella maldición.

Así fue durante casi dos centurias, hasta que un atardecer, cuando el sol del primer día de la primavera se ocultaba en el firmamento y las flores de los campos comenzaban a nacer, una anciana un tanto extraña y solitaria llegó al pueblo. En su mano llevaba una pequeña antorcha con la que alumbró los rincones del bosque en el que se internó totalmente decidida. Mantuvo los ojos bien abiertos, con el brillo del fuego reflejándose en sus pupilas. Caminó a paso firme, sin prestar atención a las miradas recelosas de quienes la veían pasar, estaba decidida a acabar con la maldición que había causado tanto daño.

Continuará...

viernes, 17 de julio de 2009

El árbol de las almas. III

El árbol de las almas.

Parte III

Nadie en el pueblo osó cuestionar las palabras de August. Aunque no hubiesen sido necesarios, los detalles que narró bastaron para dejar perplejos a todos, y no eran necesarios porque el sufrimiento que él afrontaba después de haber perdido un hijo y haber visto como dos personas mayores eran exterminadas por aquel árbol era más que suficiente. Por otro lado, la niña no volvió a hablar, el terror que sintió aquel día la enmudeció para siempre. August se hizo cargo de ella, y la cuidó como si se tratase de su propia hija.

Desde aquel día se prohibió la entrada al bosque a cualquier persona. A su alrededor crecían las historias terroríficas del árbol, de su desconocido origen y de sus escorpiones que lo protegían frente al peligro. Por muchos meses se pudo mantener a la gente aislada con las advertencias, pero de a poco el malestar de la gente fue en aumento, el orgullo del humano era estúpidamente enorme. Unos hombres del pueblo con pocas neuronas creyeron que encendiendo antorchas e internándose en el bosque se convertirían en héroes por incinerar el árbol. Ninguno escuchó las advertencias de August ni prestó atención al llanto de la solitaria Ériga. Se internaron cuando el sol caía y las antorchas ardían.

Llegaron al claro del bosque cuando la oscuridad era total y la única luz era la de las antorchas. Eran unos diez hombres, sólo armados con sus antorchas y algunas espadas viejas y oxidadas. El árbol se alzaba con todo su esplendor, como un rey en su trono, con su paisaje de colores en la noche, con sus fuertes ramas, con las gigantes flores amarillas a sus pies, con las almas absorbidas en su interior. Los testarudos hombres se separaron y lo rodearon, y a la orden de quien era el líder de la expedición comenzaron a avanzar hacia el árbol. Sin embargo no lograron dar más de tres pasos cuando un crujido se escuchó desde su copa y uno tras otro fueron apareciendo aquellos enormes escorpiones de los que August los había advertido. Los hombres, antes valerosos y pedantes, ahora temblaban como una fina hoja contra un viento feroz. Los artrópodos no esperaron ni preguntaron, parecían conocer la intención de aquel grupo y se lanzaron sobre ellos. Los desdichados apenas pudieron defenderse, ya que por cada pequeño monstruo que eliminaban, aparecían tres más desde las ramas. Ninguno de los hombres sobrevivió, el árbol los absorbió a todos y unas cuantas flores nacieron en su copa a cambio de ellos.


Continuará...

lunes, 13 de julio de 2009

El árbol de las almas. II


El árbol de las almas.

Parte II.

Una brisa sopló en el bosque, y el sol que descendía coronó a los árboles con su ígneo fulgor antes de darle paso a la noche. El cielo iba tomando un tono violáceo con mezcla de rosado, mientras que las primeras estrellas aparecían en el firmamento. Pasaron unos cuantos minutos en los que pareció que el tiempo sólo se ocupaba en atardecer al día, pero fue en la cima de la noche cuando se oyó un crujido de uno de los arbustos y el filo de un machete cortó una firme enredadera.

¡Te digo que es por aquí! ―la voz de una niña parecía rogar por un poco de crédito―. ¡Allí, allí es!

Un hombre robusto se abrió paso entre los arbustos y observó asombrado al árbol que seguía firme en su lugar. Ériga apareció tras el hombre, acompañada por una mujer de aspecto frágil y otro hombre que parecía estar muy preocupado.

Aquí fue, papá ―explicó la niña―. Este es el árbol que se llevó a Gid.

Unas lágrimas secas manchaban sus rosadas mejillas. Su anteriormente inmaculado vestido blanco ahora presentaba algunas rasgaduras y firmes manchas de tierra seca. En sus pequeños brazos tenía algunos raspones y lastimaduras producidas seguramente por la espesura del bosque.

No puede ser, hija ―sentenció el hombre blandiendo el machete, pero lo cierto era que a él también le parecía que ese árbol tenía algo muy extraño―. Gid debe estar escondido por aquí, te debe haber hecho una broma.

¡Gid! ―gritó el otro hombre llamando a su hijo.

Cálmate, August, lo encontraremos ―lo trató de calmar la mujer mientras agudizaba su mirada en la profunda oscuridad del bosque.

Algunas lechuzas pulularon y todos comenzaron a buscar al niño por los alrededores del claro, sin escuchar las explicaciones de la niña, ni sus advertencias.

Lo más probable es que ya haya vuelto al pueblo ―repuso la mujer acercándose al árbol y pasando por arriba de una de las grandes flores del suelo.

Mamá, no te acerques mucho, es muy peligroso ―le rogó Ériga.

Basta ya, hija ―la recriminó su padre mientras buscaba por los límites del claro―, es sólo un árbol. No ayudas en nada con tus historias.

Mamá, por favor, no toques ese tronco ―le rogó la niña nuevamente, ignorando las palabras de su padre y dejando escapar unas lágrimas de sus ojos mientras veía que su madre se acercaba cada vez más al árbol.

¡Basta, Ériga! ―le gritó ella―. ¡No me pasará nada!

Pero eso mismo le había dicho Gid, y ya era demasiado tarde como para hacérselo saber a su madre. Una de sus manos se apoyó sobre la corteza del árbol e inmediatamente su pecho se hinchó de alegría. Una sonrisa se dibujó en su rostro y la hermosa sensación la hizo posar la otra mano también en la mágica madera.

¡No, mamá! ―chilló la niña y se lanzó sobre ella.

Llorando tironeó de su ropa para despegarla pero ya no podría hacer nada. La felicidad de la mujer fue en aumento y cada vez se fue pegando más a aquel árbol que nunca la dejaría ir. Su marido vio esta escena y supo que algo andaba muy mal, la piel de su esposa se fue tornando del color de la corteza, él enarboló su machete y se lanzó sobre el árbol para golpearlo. Lo que sucedió fue muy rápido.

August tomó a la niña y la apartó del lugar, protegiéndola con sus brazos justo en el momento en que una veintena de escorpiones del tamaño de pequeños perros salían de entre las ramas de la enorme copa. El padre de la niña no notó esto y siguió golpeando el tronco frenéticamente con el machete tratando de salvar a su esposa que ya casi había sido absorbida por completo por el árbol. Los escorpiones clavaron sus aguijones en el aterrado hombre que dejó caer el arma al instante. Ériga gritó desesperádamente y August no podía dar crédito a lo que sus ojos veían, aferró con fuer­za a la niña y se quedó paralizado viendo la terrible escena. Los paranormales artrópodos cubrieron por completo el cuerpo del padre de la niña y lo arrastraron hasta el árbol que lo absorbió en pocos segundos, luego se retiraron nuevamente al interior de la frondosa copa en donde crecieron dos nuevas flores, una rosa y una celeste. Una brisa sopló trayendo una calma y un silencio sepulcral.

Continuará...