Ed Sulliband


miércoles, 17 de junio de 2009

El árbol de las almas. I

El árbol de las almas.

Parte I

El niño corrió unas ramas de aquel gran arbusto y lo vio, sonrió con todas las fuerzas que le permitía su pequeño rostro y lo señaló.

¡Lo ves! ¡Te dije que era cierto! Giró y ayudó a su pequeña amiga a pasar por entre medio de las ramas. Entonces ella abrió sus dulces ojos como dos enormes girasoles y observó asombrada aquella majestuoso obra de la naturaleza.

En el centro de un claro del bosque se alzaba aquel maravilloso árbol. Su madera aparentaba una dureza como la del quebracho y su copiosidad se asemejaba a la del ombú; sus ramas se extendían hacia los costados y hacia arriba, repletas de hojas verdes como las más puras esmeraldas; algunas raíces se asomaban sobre la tierra y después volvían a enterrarse; el tronco era tan grueso que ni diez hombres juntos y tomados de las manos podrían rodearlo con sus brazos; era muy alto, y su volumen y su frondosidad eran como la de una docena de árboles unidos. Al pie del mismo crecían unas hermosas y enormes flores amarillas, similares a las rafflesias pero con un suave, dulce y atractivo aroma. La copa de la titánica planta también estaba adoranada por bellas y únicas flores rosadas y celestes. El paisaje que presentaba allí posado en el medio del claro era tan asombroso... como escalofriante.

―¡Es hermoso! pudo decir la niña saliendo de su sopor. Mira esas flores, esas hojas, esos colores. ¡Es gigante!

―¡Ves! Yo no te mentía repitió el niño dando unos pasos en el interior del claro. Pero la mano de su amiga lo detuvo.

¿A dónde vas, Gid? Eso debe estar lleno de insectos y arañas.

No te preocupes ―la tranquilizó él―. Sólo quiero tomar una de esas flores celestes, ¿no te parecen preciosas? ―preguntó señalando una de las tantas flores que crecían en la copa.

Si, son muy bellas, pero te lastimarás si te caes de allí, y tus padres se enfadarán con los dos.

No me sucederá nada ―la convenció él con una radiante sonrisa y siguió avanzando.

El sol ya se estaba ocultando detrás de las copas del resto de los árboles del bosque, y una punzada de temor perforó la conciencia de la niña.

Ten cuidado, por favor.

No tengas miedo, Ériga ―le dijo cuando pasaba por al lado de una de aquellas enormes flores que crecían en el suelo. Miró hacia arriba y vio que sobre su cabeza, en una baja rama había una flor de las que quería, dio un salto tratando de alcanzarla pero no tuvo un buen resultado, dio un suspiro de fastidio y saltó nuevamente. Esta vez lo consiguió, arrancándola de su tallo. Al caer se trastabilló y tuvo que apoyarse en el tronco del árbol para no darse la cara contra el suelo. La flor quedó en el piso y la niña corrió para ayudarlo a levantarse, tomó la flor y le tendió una mano, pero Gid ya no prestaba atención a nada más.

Una extraña sensación recorrió todo el cuerpo del niño al entrar en contacto con el árbol, una sensación de incontenible júbilo y alegría, una paz incomparable, pero también sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Se aferró más al árbol para aumentar la sensación de placer.

¿Que te sucede, Gid? ―preguntó la pequeña con voz trémula―. Levántate.

Pero él niño ya no la escuchaba, su cuerpo fue quedándose rígido y cada vez se fue aferrando más al tronco. La niña retrocedió, y ahogó un grito de terror cuando vio que la piel de su pequeño amigo se tornaba de un marrón oscuro, del mismo matiz que el de las ramas. La textura de su piel también se asemejó a la de la madera y luego de unos espantosos segundos, el cuerpo de Gid había sido completamente absorbido por el árbol. La niña se quedó petrificada, sólo pudo lanzar un grito de terror que le hizo estallar los ojos en lágrimas. Se alejó del lugar corriendo, y no pudo ver como una nueva flor celeste crecía en la copa del árbol.


Continuará...

jueves, 11 de junio de 2009

Aferrándome


Last promise in the dark.

Con mis pasos sin cordura
me adelanto sigiloso.
Azabache tu ropaje,
del mejor de los modistas.
Y ondulados tus senderos,
curvaturas de lo incierto,
me darán la bienvenida.
¡Será siempre y para siempre!
Dirá el cielo en su tormenta,
¡Será siempre noche oscura!
Dirás tú con un suspiro.
Y oxidadas mis palabras,
vibrarán en tus oídos,
te dirán las mil poesías,
que por tiempo te escribí,
serán besos desde el alma,
¡Será siempre hasta morir!